Cada temporada de «24» es un día en la vida de Jack Bauer, agente antiterrorista de Estados Unidos. A lo largo de ese día deberá evitar la materialización de una amenaza terrorista para su país y para ello tendrá que enfrentarse a menudo a la propia organización para la que trabaja, la cual como ciega burocracia que es, parece incapaz de salirse del manual y adaptarse a las nuevas situaciones de peligro que un mundo siempre cambiante y vertiginoso irá creando. En algún momento de cada temporada, el gobierno de los Estados Unidos querrá detener a Jack Bauer, ya sea porque cree, equivocadamente, que es un traidor, ya sea porque podría hacer peligrar con su trabajo oscuros intereses geopolíticos. Bauer irá, literalmente, de fracaso en fracaso hasta el éxito final, pues se pasará todo el día a punto de detener la amenaza y fallando siempre por los pelos: cada vez que parece a punto de detener el peligro, éste se ramifica inesperadamente y surge una nueva amenaza de las mismas cenizas de la anterior. Por otro lado, al mismo tiempo que salva el mundo y se convierte en un héroe para aquellos que saben lo que ha hecho, su vida personal queda destrozada, convertida en cierto modo en un daño colateral de la profesión a la que se dedica.
Todas las temporadas siguen, con pequeñas variaciones, el esquema que acabo de detallar. De hecho, las apuestas van subiendo con cada nueva temporada y en más de un sentido; pues no solo las amenazas y las consecuencias de un posible fracaso van siendo cada vez mayores, sino que los efectos negativos para la vida privada de Bauer también se incrementan. El personaje acaba convertido, en cierto modo, en una exageración magnificada del cliché que Stan Lee estableció cuando creó Spiderman: el héroe que salva el mundo una y otra vez mientras su vida privada no deja de bordear continuamente el desastre. Jack Bauer es Peter Parker convertido en espía y multiplicado por cien, tanto en lo heroico como en lo «pupas».
La narración en tiempo real es, sin duda, la marca de fábrica distintiva de la serie, al menos desde el punto de vista narrativo, formal. Un capítulo de una hora es una hora en la vida de los personajes: no hay por tanto, espacio para los flashbacks o las elipsis.
Esto último no es del todo cierto. La duración real de los capítulos es de cuarenta minutos y son creados teniendo en cuenta las pausas publicitarias de la televisión americana, que son las que consiguen que la emisión del episodio dure, en efecto, una hora. Por tanto sí que hay elipsis: durante los tres o cuatro minutos que dura el corte publicitario, transcurren tres o cuatro minutos de trama que los espectadores no vemos.
Hay otras elipsis, que sólo se hacen evidentes cuando vemos los episodios seguidos. Una suerte de trampa narrativa, heredera en cierto modo de los seriales cinematográficos de los años treinta y cuarenta, cuando cada mini episodio terminaba en un cliffhanger que, al ser revisitado al inicio del episodio siguiente mostraba pequeños detalles contradictorios con lo visto la semana anterior: si al final de uno veíamos despeñarse el coche del protagonista, al inicio del siguiente, y mientras se repetía ese plano, veíamos salir al personaje del coche justo a tiempo, algo que no había hecho la semana anterior[1].
La trampa en «24» no viola tanto las leyes de la verosimilitud y tiene que ver simplemente con comerse unos minutos más que con alterar lo ocurrido. Puesto que cada episodio empieza en el minuto exacto en que terminó el anterior, no debería haber discontinuidad perceptible en la acción que enlaza a ambos. Sin embargo, es fácil apreciar que a menudo la acción con la que se inicia un episodio no sigue directamente el final del anterior; se saltan varios minutos que permiten que la trama avance un poco: vemos a Bauer saliendo de un edificio al final de un episodio, por ejemplo, y lo vemos ya en el coche y a varias manzanas de distancia al principio del siguiente.
No es algo que moleste especialmente, como tampoco lo hace el hecho de que a menudo los personajes sean capaces de recorrer la ciudad entera en bastante menos tiempo de lo que les llevaría en el mundo real. Se trata de un ligerísimo retorcimiento de la verosimilitud que apenas es perceptible y que cumple con creces su propósito: ayudar al ritmo de la historia.
La narración en tiempo real tiene varias exigencias, por otra parte, y una de ella es que cada capítulo está poblado de una multitud de subtramas paralelas a la principal y con distintos grados de relación con ella. Esto es imprescindible para evitar tiempos muertos, a menos que queramos asistir también a aquellos momentos en que los personajes comen, atienden a su necesidades fisiológicas o, simplemente, descansan.
De hecho, generalmente cada temporada tiene dos líneas argumentales principales: una que atañe directamente a Jack Bauer y otra que sigue lo que les ocurre al Presidente (o futuro Presidente, en la primera temporada) y su entorno. La relación entre ambas no tarda en ser estrecha y, de hecho, acaban reforzándose entre sí, de modo que lo ocurrido en una línea argumental acaba teniendo consecuencias en la otra y viceversa. A medida que avanza la temporada va surgiendo un nuevo eje argumental: el que atañe a los terroristas (o, simplemente, los antagonistas). Suele comenzar con poco tiempo de pantalla y va ganando importancia a medida que transcurre la temporada.
A partir de estas dos (o tres) tramas principales y paralelas se van desgajando diversas subtramas relacionadas con ellas en distintos grados; su importancia, e interés, van de lo adecuado a lo prescindible: si eliminamos algunas de esas líneas narrativas, la historia no pierde nada relevante.
Un ejemplo sangrante del último caso son las subtramas que afectan a Kim Bauer, la hija de Jack, especialmente en la segunda y tercera temporadas. Por una parte, nada de lo que el personaje hace influye en la historia principal y, por la otra, casi nada de lo que le ocurre tiene demasiado interés. Por no mencionar que el personaje acaba convertido en una caricatura patosa que parece incapaz de cruzar la ciudad de Los Ángeles sin meterse en un problema en cada calle. Es como uno de esos cómicos del cine mudo que atraviesan una habitación chocando con todos y cada uno de los muebles de esta. Eso sí, en defensa de Kim Bauer, hay que decir que se las apaña para llegar al otro lado (preocupando a papá enormemente en el proceso), aunque no sabemos cómo.
La estructura de cada temporada es sencilla. En realidad, podríamos decir que es una extensión de la estructura habitual de un capítulo.
Me explico.
Aquellas series americanas que se exhiben en abierto, en las cadenas generalistas, para entendernos, siguen (casi sin excepción) la misma estructura. Cada episodio consta de un prólogo, un epílogo y tres actos. Al final de cada acto se produce un clímax narrativo y se pasa a publicidad.
Es una estructura concebida no por motivos artísticos o narrativos, sino puramente comerciales, pues permite ajustar la historia a las pausas publicitarias y, al terminar cada acto en un pequeño cliffhanger, se debería mantener lo bastante interesado al espectador durante los anuncios para que no cambie de canal. Al menos esa es la teoría y, en base a ella se han construido la mayoría de las series de televisión americana en el formato de 40 minutos. Lógicamente las sitcom tienen una estructura un poco distinta (cada episodio dura 20 minutos, al fin y al cabo) y en cuanto a lo que podríamos llamar series limitadas o miniseries (concebidas para tener una sola temporada y cuyos episodios pueden ir de 60 minutos a hora y media) tienen a su vez otra estructura distinta.
La llegada de los canales por cable en los que el episodio no es (o no debiera serlo) interrumpido por la publicidad ha cambiado mucho ese esquema, por supuesto[2].
En todo caso, ésa es la estructura que tiene cada episodio de «24».
Y también es la que tiene cada temporada. No importa en qué hora del día o de la noche arranque una temporada concreta. Cada ocho horas se produce un clímax narrativo en el que una de las amenazas queda eliminada mientras, al mismo tiempo, una nueva aparece en el horizonte.
De este modo, la estructura de cada temporada repite, amplificada, la estructura de cada episodio, lo cual es todo un acierto, además de proporcionarle al espectador el adecuado respiro: se resuelve uno de los cabos sueltos mientras otra crisis se va gestando, con lo cual la tensión se libera y, al mismo tiempo, se «cargan las pilas» para enfrentarnos a la próxima amenaza.
No puedo por menos que comentar es estupendo trabajo que se hace en la serie con la iluminación, especialmente en lo que se refiere a la luz del día: la evolución de la luz ambiental (especialmente en los momentos próximos al crepúsculo o al amanecer) está cuidada al detalle y ayuda enormemente a que el espectador sienta el transcurrir del día (o de la noche).
«24» es, sin duda, un caso claro de política-ficción. Evidentemente, es la estructura y el ritmo del thriller lo que predomina en la serie, pero eso no impide que vayan asomando a ella abundantes parábolas políticas y una o dos reflexiones no carentes de interés.
Ya en la primera temporada nos encontramos con un candidato negro a la presidencia de los Estados Unidos, ese David Palmer que, a medida que la serie avanza, se convierte en uno de los principales valedores de Jack Bauer y, para este, el modelo por el que se medirán todos los presidentes a partir de ese momento. La relación entre ambos no empieza con buen pie (Palmer llega a creer que Bauer intenta matarlo), pero no tarda en desembocar en una buena amistad y una confianza prácticamente total entre ambos, tanto en lo personal como en lo profesional.
A partir de ese momento, del instante en que un hombre de color llega la Casa Blanca (varios años antes de que pasara en la realidad), podemos considerar que la serie es una suerte de ucronía que traza un presente alternativo de Estados Unidos y, en consecuencia, del mundo.
David Palmer es una especie de Kennedy negro, paralelismo acentuado por su magnicidio y por el hecho de que su hermano menor Wayne Palmer acabará presentándose también a la presidencia de los Estados Unidos (y ganándola).
Por «24» desfilarán Presidentes (y, en general, políticos) de todo pelaje. Especialmente memorable, aunque no para bien, es Charles Logan, al que el cargo de jefe de estado le cae de rebote cuando los terroristas destruyen el Air Force One y matan al presidente John Keeler. Logan se muestra como un individuo pusilánime en un primer momento, temeroso de tomar decisiones y que acaba acudiendo a David Palmer, ya retirado de la política, para que lo asesore. Posteriormente, sin embargo, se revelará como un tipo bastante más siniestro, tan obsesionado por ocupar un «lugar en la Historia» que no tendrá escrúpulo moral alguno que lo frene.
Y, por supuesto, Allison Taylor, la primera mujer Presidente de los Estados Unidos y que, al principio, parece una versión femenina de David Palmer en cuanto a sus actitudes: de proceder recto y honorable, no está dispuesta a comprometer sus principios morales a cambio de una ventaja política. Será muy distinto cuando la veamos una temporada más tarde. Por un lado, su obsesión por firmar un tratado de paz con el mundo islámico (y por hacer que Rusia y Europa sean también firmantes y garantes de este) la hace perder de vista problemas que la tocan de cerca. Vulnerable como es en ese momento (es su segundo mandato y está ansiosa por dejar un legado político), acaba cayendo en las garras del ex presidente Logan, quien la enredará hasta extremos inimaginables. Recupera la cordura a tiempo para denunciar lo ocurrido y dimitir de su cargo, sin embargo.
Con los distintos presidentes y políticos que aparecen en la serie, se aprovecha para trazar una parábola política en torno a Estados Unidos, su destino como Imperio, sus relaciones con el resto del mundo y su condición de supuesto garante de la democracia. Curiosamente, no se menciona nunca a qué partido pertenece cada Presidente. Sin embargo, si partimos de la base de que Palmer se presenta por el Partido Demócrata, cosa bastante probable, es relativamente sencillo deducir a qué partido pertenecen los otros presidentes.
Para ciertas mentalidades europeas, el sesgo ideológico de «24» parece estar bastante a la derecha, por no mencionar que presenta una visión del papel de Estados Unidos en el mundo poco realista y un tanto edulcorada. No importan los errores que se cometan en el proceso, nos parece decir la serie, Estados Unidos es y siempre será el garante de la libertad y la democracia en el mundo. Puede haber políticos corruptos, pero en tanto existan hombres como David Palmer y centinelas de la libertad como Jack Bauer, el sistema está a salvo[3].
Sin duda la situación política que se presenta en la serie es una idealización de la realidad, pero eso no la convierte necesariamente en una serie de derechas. En realidad es bastante más ambigua de lo que parece en lo político y lo ideológico y sabe nadar de maravilla entre dos aguas y presentar las situaciones con la complejidad suficiente para no caer en el maniqueísmo fácil.
Es cierto que, a menudo, el gran adversario a batir es de origen islámico, pero no lo es menos que también se presentan personajes positivos dentro de ese ambiente y que Jack nunca comete el error de juzgar a un grupo completo por el comportamiento de algunos de sus individuos. Unamos a eso el hecho de que, a menudo, hay elementos corruptos dentro del propio sistema que Jack defiende y que son tan peligrosos y dañinos para éste como los propios terroristas a los que persigue (cuando no, directamente, están aliados con ellos).
Por otro lado, podría verse la serie como la glorificación de un tipo que se toma la justicia por su mano, que prescinde de todo marco legal y no respeta derecho humano alguno con tal de conseguir su objetivo, que no es otro que la seguridad de su país. Y algo de cierto hay en eso, al menos en cuanto a los métodos que usa Jack Bauer.
¿Hay sin embargo glorificación de lo que hace en la serie?
En parte sí, pues los guionistas cargan inevitablemente los dados a favor de Jack para que éste se encuentre una y otra vez en una situación imposible en la que, si sigue los cauces legales, condenará a muerte a millones de personas. Por otro lado, no; todo lo que Jack hace la pasa factura (física, psíquica y anímicamente) y si bien nunca duda sobre lo que debe hacer, es perfectamente consciente de que no es así como deberían ser las cosas y está dispuesto a asumir las consecuencias (penales y morales) de cuanto hace.
¿Es entonces «24» una serie «facha», por usar el coloquialismo habitual?
A primera vista, podría parecerlo. Una mirada más tranquila y reflexiva sobre la ideología de la serie nos deja con una respuesta mucho menos tajante. En parte, por lo que sin duda es una decisión consciente y deliberada de los guionistas de reflejar una cierta ambigüedad política y jugar en ese terreno con las expectativas del espectador. Pero, sobre todo, creo yo, como consecuencia de tomarse el trabajo de construir unos personajes verosímiles, sean del bando que sean, con motivaciones creíbles y alejados del maniqueísmo. Al buscar la verosimilitud y la complejidad, la visión política deja de ser en blanco y negro y se convierte en una amalgama de grises.
No puedo terminar sin mencionar a los personajes, por supuesto. Son ellos y las distintas relaciones de unos con otros los que hacen, en última instancia, que la serie funcione y los acontecimientos que vemos en pantalla nos parezcan plausibles, por inverosímiles que puedan ser a primera vista, y nos creamos lo que sucede.
Jack Bauer es el protagonista principal de la serie. Ésta gira alrededor suyo, alrededor de lo que le ocurre, de lo que hace, de lo que sufre y, en definitiva, podríamos decir que hasta cierto punto el universo en el que vive lo ha creado él: cuando salva a Palmer, permitiendo así que haya un primer presidente negro, cuando ayuda a que Logan sea desenmascarado y aleja un presidente corrupto de la Casa Blanca, cuando impide que los terroristas logren sus objetivos y destrocen Estados Unidos, cuando es capaz de ver lo que nadie más ve y actuar como nadie más se atreve a actuar… Bauer es, en cierto modo, el demiurgo del universo en el que vive.
Un demiurgo que, por otro lado, no puede ser más desgraciado. Su vida personal se convierte en un infierno ya desde la primera temporada. Y, cada vez que parece que va a encontrar la felicidad o la estabilidad, todo se confabula para dinamitar el suelo que pisa. Especialmente trágico es lo que ocurre con el personaje de Renee Walker, una agente del FBI que parece el complemento perfecto de Jack Bauer y en la que, por fin, nuestro héroe podría encontrar una mujer con la que compartir su vida. Claro que, si hemos visto unas cuantas temporadas de la serie, sabemos de sobra que la felicidad es algo que le está vedada a Jack: podrá rozarla con la punta de los dedos sólo para perderla y caer de nuevo el tormento que es su vida.
Jack es, sin duda, la máquina más eficaz, mortífera e implacable al servicio de su gobierno y su país, pero también es un hombre atormentado, al que su pasado persigue continuamente y que nunca podrá encontrar la paz, como no sea la de la tumba. Como profesional, Jack se puede medir de tú a tú con el modelo del que parte[4], ese agente con licencia para matar al servicio de Su Majestad. En lo personal, no podría haber personajes más distintos, y en ese sentido, Jack es aún más anti-Bond de lo que lo era el George Smiley de John le Carré.
De hecho, casi en cada temporada hay un momento donde el personaje está totalmente hundido, todo se le viene encima y parece que la única opción que queda es rendirse y quién sabe si acabar con todo con un tiro el propio paladar. Ese momento, el momento que podríamos llamar «no sé si puedo seguir adelante» no es otra cosa, en realidad, que un preludio para un auténtico baño de sangre en el que un Jack Bauer desatado no dejará títere con cabeza.
Junto a Jack se irán convirtiendo en habituales de la serie otros personajes. Ya hemos hablado de algunos, como David Palmer o Renee Walker. Menciono ahora otros, aunque no pretendo ser exhaustivos:
- Kimberly Bauer, la hija de Jack, personaje prescindible y tonto donde los haya.
- Toni Almeida, quizá el personaje que sufre una mayor evolución a lo largo de toda la serie y con una historia personal, en cierto modo, más trágica aún que la de Jack. Es, quizá, uno de los personajes más conseguidos de la serie y Carlos Bernard lo interpreta a la perfección.
- Bill Buchanan, que se convertirá enseguida en la roca donde los demás pueden apoyarse, el jefe perfecto, el hombre leal y trabajador que nunca dejará colgados a sus subordinados… y que acabará pagando por ello.
- Michelle Dressler, futura esposa de Toni y, tras unos primeros momentos de duda, una de las mayores valedoras de Jack, dispuesta a confiar en él en todo momento incluso cuando las circunstancias parecen indicar otra cosa.
- George Mason, cuya evolución, de burócrata trepa y egoísta a héroe a su pesar es uno de los grandes momentos de la serie.
- Ryan Chapelle, una de las más evidentes e impactantes víctimas de lo que podríamos llamar «la maldición de Jack».
- Sherry Palmer, mujer de David, manipuladora, egoísta y, sin embargo, capaz de sorprendernos con un inesperado giro de personalidad cuando ya no esperábamos nada de ella.
- Aaron Pierce, el hombre honrado e incorruptible por excelencia, agente del Servicio Secreto y guardaespaldas del presidente, dispuesto a sufrir lo necesario mientras se haga lo correcto.
- Mike Novick, el eterno asesor de los presidentes, un hombre honrado al que, sin embargo, su pragmatismo acabará traicionando.
- Audrey Raines, novia de Jack e hija del Secretario de Defensa de Estados Unidos. Un personaje que, si hubiera que definirlo con una sola palabra, sería la de «rémora». Su existencia es un lastre continuo para Jack, por no mencionar que es un personaje pasivo y sin apenas empuje.
Hay más, muchos más, todo un microcosmos de personajes, en realidad, y que son parte de lo que le da «textura» y profundidad a la serie: personajes de distintos estratos sociales, diferentes etnias, diversas culturas y múltiples nacionalidades. Con cierta predilección, lógica por otra parte, hacia personajes relacionados con la política o el espionaje, pero sin olvidar el resto del espectro. Algunos serán creados exprofeso para ser utilizados a lo largo de una sola temporada y otros se convertirán en habituales de la serie. Aunque ser «habitual» en «24» no es garantía de supervivencia: en cualquier momento una bomba, un disparo o un accidente pueden acabar con la vida de un personaje al que conocemos desde hace varias temporadas.
Todos están bien creados y caracterizados, de un modo rápido pero eficaz (en «24» no hay tiempo que perder, normalmente) y, por lo general, interpretados de un modo natural y creíble.
Los más cercanos a Jack, antes o después, caen víctimas de la maldición de éste, como ya comentamos al hablar de Chapelle. Lógicamente, si la vida personal de Jack Bauer es un infierno, por fuerza todos aquellos que se le acercan demasiado acabarán destrozados, muertos… o peor.
Hay una excepción, la única que resiste una y otra vez y a la que la maldición de Jack parece no afectar: Chloe O’Brian, un personaje que hace su aparición en la segunda temporada de la serie y que, a partir de ese momento, se convierte en imprescindible. Sin ella, difícilmente Jack podría lograr sus objetivos cuando todo se pone en su contra. Chloe lo mismo desvía un satélite que anula un cortafuegos que envía información falsa la Casa Blanca… siempre que Jack se lo pida. Si hay una constante en el personaje (aparte de su eterno malhumor, su carencia de sofisticación social y su habilidad para decir lo que piensa en los momentos más inoportunos) es su fe inquebrantable y a toda prueba en Jack. No importa que existan pruebas de que Jack ha matado a este, torturado a aquel y esté planeando hacer volar el Congreso. Chloe confía en Jack y, si este le dice que él no lo ha hecho y que necesita su ayuda para demostrarlo, lo ayudará.
Si Jack Bauer fuera un superhéroe (y a veces lo parece, quizá el superhéroe más cansado y atormentado del mundo), Chloe sería, sin duda, su sidekick.
Eso es «24». Jack Bauer, destruyendo su propia vida mientras salva el mundo. Héroe y antihéroe en una sola persona. Una serie de intriga, de acción, que no pretende ir de lo que no es y que no engaña al espectador en cuanto a sus intenciones: proporcionarle un rato entretenido, trepidante y lleno de tensión y unos cuantos momentos de catarsis mientras le cuenta una buena historia con unos personajes interesantes interpretados de un modo convincente. Y, de paso, con alguna que otra reflexión política mucho más aguda y profunda de lo que parece.
Una serie, además, que narrativamente merecería un análisis más profundo del que le he dedicado aquí. Pues «24» ha elegido un formato, el de la narración en tiempo real, que pocas veces se ha utilizado en la narrativa audiovisual y ha sabido serle fiel con muy pocas trampas (y estas, bastante bien hechas) y, por lo general, con un endiablado sentido del ritmo televisivo.
Hemos vivido nueve días de su vida tomados de aquí y de allá en distintos momentos. Días que, esperamos, no sean representativos de lo que suele pasarle, porque entonces…
A quién estoy engañando, claro que esperamos que sean representativos, deseamos que lo sean, porque en el fondo nos encanta ver a Jack salvando el mundo una y otra vez mientras su vida personal se hace pedazos a su alrededor.
Es su destino. Y, como espectadores, no queremos que sea de otro modo.
NOTAS:
[1] Este truco, o su reacción a él para ser exactos, es magistralmente usado por Stephen King en Misery para caracterizar un personaje.
[2] Y, por supuesto, la llegada de las plataformas de streaming, prácticamente inexistentes cuando se publicó este artículo por primera vez, lo ha cambiado aún más.
[3] Un pequeño repaso a la política internacional que ha llevado a cabo Estados Unidos desde que empezó a inmiscuirse en los asuntos de otros países (podríamos poner el punto de partida en 1853, cuando el comodoro Perry bombardea Edo —la actual Tokio— y obliga al bakufu —el gobierno del Shogun— a abrir Japón a las potencias extranjeras) nos hace ver que la realidad está muy lejos de esa imagen que da la ficción y que, sospecho, que tienen numerosos estadounidenses de su país.
Más que un garante de las liberades, Estados Unidos ha sido una y otra vez (sí, cierto, con algunas notables excepciones, casi siempre en contra la propia opinión pública estadounidense, por cierto) el instrumento de las grandes empresas norteamericanas para obligar a los distintos países, quieran o no, a que les den acceso a sus recursos.
[4] Que las iniciales de su nombre sean JB no es casual, como tampoco lo es que lo sean las de Jason Bourne