A los veintipico años el libro que más veces había leído, con diferencia, era El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien.  Mi segundo libro más leído posiblemente también fuese uno que guardaba relación con la Tierra Media, pero no lo había escrito Tolkien, sino un tal Robert Foster y se traba de The Complete Guide to Middle-Earth. From The Hobbit to The Silmarillion.

Cuando tenía diecisiete años, allá por 1982, estuve en Estados Unidos cosa de un mes. Y la primera cosa que hice una vez puse los pies en las calles de Nueva York, no fue ir a ver el Rockefeller Center, la Estatua de la Libertad, el Empire State o las Torres Gemelas, sino acercarme a una pareja de policías y, lo más educadamente que pude, preguntarles por una librería.

Me encaminaron en dirección a Barnes & Noble, que era, aunque yo no lo sabía, la mayor franquicia de librerías de todo Estados Unidos. Y allí me puse a buscar todo lo que encontré de Tolkien en bolsillo (mi presupuesto no alcanzaba para las tapas duras, que era lo que en realidad me apetecía): The Lord of the Rings, The Hobbit, The Silmarillion, The Tolkien Reader y Smith of Wooton Major / Farmer Giles of Ham. Junto a ellos estaba el libro de Foster, también publicado por la editorial Ballantine, en un formato muy similar. Me dije: «¿Por qué no?» y lo añadí al montón.

Con ellos bajo el brazo (bueno, en una bolsa) volví al hotel y me pasé el resto de la tarde hojeándolos mientras a mi alrededor la Ciudad que Nunca Duerme supongo que me miraba con cara de pocos amigos y seguramente se preguntaba qué carajo estaba leyendo que era más importante que patearme las calles de la Gran Manzana.

Y me las pateé. No mucho[1], porque a la tarde del día siguiente me iba a mi destino para el resto del mes: Katy, Texas, a unas veintinueve millas al oeste de Houston; una agradable ciudad que parecía salida de una película (casitas individuales, calles anchas donde los críos iban en bici, una piscina cada cierto trecho, un centro comercial no muy grande a las afueras que, por supuesto, incluía un salón de máquinas recreativas…). En aquel momento habría dicho de una peli de Spielberg. Hoy supongo que diría que parecía salida de la versión inocua de Stranger Things.

Como digo, ahí pasé casi todo el mes de julio, acogido por una familia de la localidad y, eso se suponía, mejorando mi inglés.

La primera semana fue horrible. No entendía nada de lo que me decían. Ahí estaba yo con mis 17 añitos, muy ufano, convencido de que tenía un inglés inmejorable y que podía con todo lo que me echasen y como alguien me soltase una frase más complicada que «How are you?» o «Nice to meet you» no tenía ni puñetera idea de lo que me estaban diciendo. Pillaba palabras aisladas aquí y allá pero la frase entera se me escapaba.

Así que me pasé los primeros tres o cuatro días asintiendo a preguntas que ni siquiera estaba muy seguro de que me estuviesen haciendo.

De pronto un día algo hizo clic en mi cabeza y empecé a entender lo que hablaban a mi alrededor. No del todo, pero lo suficiente. Para la segunda semana entendía y me hacía entender sin problemas y el resto mi estancia allí el lenguaje no fue un obstáculo.

Cada vez que veo la escena de El guerrero Nº 13 en la que Banderas va con los vikingos y empieza a pillarles una palabra aquí y otra allá, hasta que de pronto entiende lo que dicen y es capaz de participar en una conversación vuelvo en la memoria a esa primera semana infernal en Katy, Texas.

Por cierto, que a Banderas le costó mucho menos entender el danés que a mí el inglés… y eso que se suponía que yo ya conocía el idioma, al contrario que él.

Bueno, la magia del cine.

Todo este preludio tan largo es para contar que ese libro, The Complete Guide to Middle-Earth, se convirtió enseguida en uno de mis libros de cabecera. Confieso que, pese a las compras hechas, tardé unos años en leer a Tolkien en inglés, más allá de, por supuesto, los apéndices de El señor de los anillos[2], algunos relatos o su artículo sobre los cuentos de hadas. Pero no lo necesitaba. Si quería saber qué demonios había pasado en la Tierra Media desde la creación de Arda hasta el paso al oeste del último portador del anillo no tenía más que tomar el libro de Foster y consultar sus páginas.

Encima, el hombre se había currado una cronología de la Primera Edad y varios cuadros genealógicos. «My kind of scum», que decía Jabba el Hutt.

Vamos, que me podía tirar el pegote de experto con cualquier tolkieniano con el que me topase… Que en aquellos lejanos años 80 era exactamente ninguno. Pero qué más daba.

El libro tenía una preciosa portada de los hermanos Hildebrandt en la que se veía a la Compañía del Anillo al completo, mirando hacia lo lejos. Hacia las montañas nubladas, me decía yo. Aquella edición de bolsillo, mucho más robusta de lo que parecía, aguantó innumerables sobes y consultas a lo largo de los años. Hace unos años la sustituí por una edición más reciente en tapa dura, que mantiene la portada de los Hildebrandt, aunque no completa. Como sea, es uno de los libros que más útiles me han sido a lo largo de mi vida y que más veces he leído y consultado.

Quizá algunos os preguntéis a qué ha venido este repentino ataque de nostalgia. Bueno, aunque no os lo preguntéis, os lo voy a contar igual: Hace un par de días me he embarcado en un nuevo proyecto. Se trata de un libro que, en realidad, no tiene que ver con Tolkien, sino con Howard, pero que no existiría de no haber entrado una tarde de julio de 1982 en un Barnes & Noble en Nueva York y visto el libro de Robert Foster.

Más información próximamente… más o menos.


[1] Si la memoria no me miente, que seguro que lo hace, al día siguiente vimos un poco de Central Park, subimos a lo alto de una de las Torres Gemelas, pasamos por el Rockefeller Center, nos acercamos a Little China y vimos la Estatua de la Libertad desde Battery Park, en el extremo sur de Manhattan. Luego, los veinte o treinta españolitos que habíamos venido en manada subimos a diferentes aviones y cada uno se fue a su emplazamiento definitivo.

[2] ¿Por qué los apéndices? Pues porque, como los más viejos del lugar recordarán, la primera edición de Minotauro de El retorno del rey venía sin ellos. Solo incluía un fragmento de los Anales de los reyes y los gobernantes en los que se narraba la historia de Aragorn y Arwen. Los apéndices salieron en un volumen aparte varios después… y traducidos por una persona distinta que ni se molestó en hacer coherente la terminología con lo anterior, así que en los Apéndices Senescal se convertía en Intendente, por ejemplo.