En 2018 empecé a escribir una novela que aún no tenía título pero a la que llamaba internamente «Mi Señor de los Anillos», como refleja el nombre de los archivos con las primeras versiones de la novela. No era fantasía (o literatura de lo maravilloso, según la clasificación más racional que propone Fernando Ángel Moreno en su estudio sobre los géneros no realistas), sino ciencia ficción. Pero era hija de Tolkien y de su obra magna en ambición (en mi fuero interno me decía que iba a «escribir por encima de mis posibilidades»), en el deseo de crear un mundo secundario lo más detallado e interesante posible, en el intento de poner dentro todo cuando sabía acerca de la literatura y el mundo (que no es mucho) y, por último, en la idea loca (y que veía condenada al fracaso, pero al mismo tiempo me atraía de forma considerable) de ponerme a escribir sin tener la menor idea de hacia dónde iba la historia, dejando que ella misma me guiase, que la propia dinámica narrativa me «dijera» hacia dónde encaminar mis pasos.

Soy escritor de brújula, pero en ese caso decidí tirar la brújula. Construí una premisa inicial muy sencilla y un esbozo de escenario más sencillo aún y me senté a escribir a ver qué pasaba. Lo mismo que Tolkien hizo cuando decidió escribir una secuela de El Hobbit, como demuestran los sucesivos intentos y borradores llenos de pasos en falso, cambios, vueltas al inicio… Cuando Tolkien inicia lo que sería El señor de los anillos solo tiene claras dos cosas: el nexo de unión con la novela anterior será el anillo de Bilbo y el propio Bilbo estará ausente de la historia. De hecho, en las primeras versiones, pasan varias generaciones de hobbits antes del que el personaje que con el tiempo se convertiría en Frodo inicie su empresa.

No es casual que en cierto momento de la versión final de la novela, Bilbo advierta sobre lo que puede pasar cuando se ponen los pies en el camino que sale de casa; porque ese camino, sin que lo sepas, puede llevar a la Montaña Solitaria, y al Dragón… y a muchos otros sitios. The road goes ever on and on… Sin duda.

Si algo muestran los cuatro volúmenes que Christopher Tolkien preparó sobre la obra magna de su padre (The Return of the Shadow, The Treason of Isengard, The War of the Ring y Sauron Defeated) es que esa no es la mejor manera de ponerse a escribir una novela. Lo sorprendente no es que Tolkien tardase más de diez años en escribir El señor de los anillos, sino que consiguiera rematar la historia, visto el modo en que escribía.

¿Era yo consciente de ese peligro? Sin duda. Pero cuanto más pensaba en ello, más me apetecía encarar así la novela. Básicamente porque recordé que así era como lo hacía cuando, con 12 o 13 años, empecé a escribir: no me planteaba nada por adelantado, se me ocurría una premisa inicial y me lanzaba sobre ella sin pararme a pensar, me limitaba a seguir el camino que lo que escribía me iba marcando, me llevase donde me llevase. El resultado es que pocas veces lograba terminar lo que empezaba. Pero me lo pasaba de miedo a lo largo del proceso, disfrutaba con una intensidad que no había vuelto a sentir desde entonces.

¿Podía tener lo mejor de ambos mundos, el impulso creativo sin planificar de un adolescente y la experiencia y el conocimiento asimilados por una persona madura? ¿Combinar ambas características de algún modo?

Por qué no, me dije.

Y me puse a ello.

Como he dicho, tenía una premisa muy sencilla. Cierto que me hice un poco de trampa a mí mismo (como ya he contado no hace mucho) y decidí que, durante la primera parte de la historia, utilizaría una versión muy simplificada de la estructura narrativa de la primera temporada del anime Bleach. Seguía sin saber lo que pasaba, pero tenía una especie de armazón que me indicaba por dónde podían ir las cosas o en qué partes podía situarlas.

Los siguientes meses fueron febriles.

Me pasaba el día entero pensando en lo que estaba escribiendo, intentando atisbar lo que me faltaba por escribir, moviéndome a tientas por el mundo y la historia que creaba y volviendo ambos más nítidos a medida que seguía adelante. Era como si hubiese empezado a caminar en una oscuridad casi completa y poco a poco, con cada paso, la luz fuese surgiendo a mi alrededor y me permitiese ver, no solo el camino que estaba siguiendo y la posible dirección que seguía, sino todo lo que había a mi alrededor.

Como digo, los meses que van de setiembre de 2018 a mayo de 2019 fueron una absoluta locura creativa. Durante ese tiempo casi se podría decir que solo vivía para la novela. De hecho, me levantaba a las cuatro o a las cinco de la mañana y aprovechaba las pocas horas que tenía por delante antes de tener que ir a currar a Oviedo para ponerme a escribir. Salía cuando podía a dar paseos y aprovechaba esos momentos para pulir mentalmente detalles del mundo que estaba construyendo o tratar de ver hacia dónde podían tirar las cosas. La novela fluía a un ritmo vertiginoso y el mundo en el que se desarrollaba iba cobrando una forma cada vez más clara y ganando una textura cada vez más compleja.

Para mayo de 2019 tenía algo más de 200.000 palabras, lo que luego sería la mitad de la novela. Allá por octubre había completado tres cuartos de esta, quizá algo más. Fueron meses, no solo de escritura, sino de abundantes revisiones y cambios en lo que escribía, algo que espero contar algún día con más detalle. Digamos de momento que, al tiempo que avanzaba e iba abriéndome paso por el camino, también retrocedía y pulía el sendero ya recorrido.

Fue más entonces, por octubre de 2019, cuando tomé la decisión de dividir la novela (que llevaría el título de El hueco al final del mundo) en cuatro volúmenes y de ir publicándolos anualmente.

En 2020, justo antes de que se iniciase oficialmente la pandemia en España, salió el primero, La simiente de la Esquirla.

Hace menos de un mes, en marzo de 2023 ha salido el cuarto, El rostro del vacío.

He llegado al final. La novela está completa. Ha sido un viaje intenso, interesante y a veces frustrante, sobre todo a causa del periodo de bloqueo creativo por el que pasé a lo largo de casi todo 2020 y los primeros meses de 2021.

¿He conseguido mis propósitos?

Creo que sí. He escrito, en efecto, «por encima de mis posibilidades». He sido ambicioso, no me han importado los riesgos y he tratado de llegar a lugares donde nunca había puesto el pie. El resultado es mi mejor novela de lejos, al menos en mi siempre personal, subjetiva e intransferible opinión. En ella está todo lo que he aprendido a lo largo de los últimos cuarenta y cinco años, como narrador y como persona. Y también está el chaval de trece años que escribía por el puro disfrute y placer que le proporcionaba escribir.

El viaje se ha acabado, aunque al mismo tiempo el viaje no termina nunca. Si algo tuve claro mientras remataba El hueco al final del mundo es que no había agotado las posibilidades del escenario. Había contado todo lo que quería contar, sí, pero en el proceso habían surgiendo nuevas historias y diferentes posibilidades. Si «todo viaje tiene un primer paso», como dice el cliché, también podríamos añadir que «cada final no es más que el inicio de un nuevo viaje». Algo que los lectores podrán comprobar cuando terminen de leer El hueco al final de mundo.

Así que en realidad, esto no es el final del viaje, sino de una etapa. No sé si las siguientes seré capaz de emprenderlas yo mismo o si alguien retomará el camino tras de mí y guiará sus pasos hacia nuevos territorios del mundo que he creado.

No lo sé. Y no me importa. «Quel che sarà, sarà», que dicen los italianos. O algo muy parecido.