SIMPLEMENTE GUILLERMO
Rodolfo Martínez

Hace poco he vuelto a recordar una de mis lecturas clave de la infancia: las aventuras de Guillermo Brown, leídas en su momento en aquellas ediciones de Molino que incluían ilustraciones aquí y allá (y que sospecho, visto el diseño de portada, que más o menos seguían la edición inglesa) y posteriormente, ya en la edad adulta, recuperadas gracias a un tomo de unas mil páginas en papel biblia editado por Carroggio, que recopilaba lo mejor del personaje, desgraciadamente sin las ilustraciones.

Fue merced a ese tomo que descubrí que el tal Richmal Crompton que había creado a Guillermo era, en realidad, «una tal». Sí, el autor de Guillermo era una autora. Sospecho que esa confusión la vivimos muchos niños de mi generación, dado que lo único que sabíamos de la la persona que firmaba los libros era el nombre y este no nos debía de sonar muy femenino. Tal como he sabido después, Richmal Crompton tuvo una vida larga y literariamente frúctifera; fue una persona culta e inteligente, sufragista, profesora universitaria y, una vez que la poliomelitis (que le causaría la parálisis de una pierna) la obligó a renunciar a la docencia, escritora a tiempo completo. De numerosas obras, tanto para niños como para adultos, aunque sin duda Guillermo Brown es un creación más popular.

Son muchas las obras favoritas de la infancia y la adolescencia que, luego, llegados a la edad adulta, no sobreviven: intentamos volver a leerlas y descubrimos que la vieja magia ya no está en ellas. O quizá ya no esté en nosotros. En mi caso concreto, sí que han sobrevivido con buena salud un puñado de ellas como El corsario negro de Salgari, Tarzán de los monos de Burroughs, Pinocho de Collodi, La isla del tesoro de Stevenson o los westerns de Karl May, por mencionar unas pocas. (No incluyo aquí las Alicias de Carroll porque las leí siendo adulto, aunque, desde luego, están entre mis obras favoritas, sobre todo la segunda.)

Y, por supuesto, las aventuras de Guillermo Brown.

¿Por qué? Sospecho que por una cosa que de niño no percibía (o lo hacía de forma instintiva) y que ahora de adulto capto y disfruto mucho más: la tremenda ironía, el sarcasmo demoledor con el que la autora disecciona una clase social y la pone patas arriba (a veces literalmente) mediante su personaje infantil. Los relatos de Guillermo están llenos de ataques despiadados a los lugares comunes y la hipocresía que son el fundamento de las relaciones sociales y, una vez que Guillermo ha pasado por ellos, es el caos sin control el que se adueña del paisaje. Guillermo es, en realidad, el niño que se atreve a gritar, porque le parece lo más natural del mundo, que el emperador va desnudo.

De hecho, la literatura de Crompton está en la misma línea que la obra de P. G. Wodehouse, cuya más conocida creación, el mayordomo Jeeves, tiene más de un punto en contacto con Guillermo. Ambos autores usan a su personaje para sacar a la luz las debilidades de un mundo y una clase social; en el caso de Crompton se trata de la clase media alta inglesa mientras que en el de Wodehouse, es la aristrocracia, también inglesa. Los dos usan la misma arma para la crítica social: el humor en forma de ironía.  Wodehouse sin embargo, está considerado uno de los grandes escritores británicos del pasado siglo, mientras que a Crompton se la ve como una autora de «cosas para niños» entretenida pero intrascendente.

¿Por qué? ¿Tal vez por su condición de mujer? ¿O quizá simplemente por ese prejuicio de que la literatura orientada a niños y jóvenes no puede ser buena literatura? ¿O quizá por una combinación de ambas?

A mi entender, sin embargo, la obra de Crompton tiene méritos más que suficientes para que ocupe un lugar importante en cualquier panteón literario del pasado siglo. Y, si me apuráis, la encuentro mucho más completa, más satisfactoria, que la de Wodehouse. Por varios motivos, como el hecho de que la ironía de Crompton se ve siempre atemperada por la inocencia (inocencia salvaje y a menudo egocéntrica, cierto) de la mirada de un niño.

Pero, además, hay otro detalle que me hace considerar a Guillermo un personaje de calado mucho más profundo que Jeeves. Y es que, mientras que el imperturbable mayordomo es plenamente consciente de lo que hace, Guillermo, no.

Es una fuerza de la naturaleza, un agente del caos, un terrorista subversivo que pone patas arriba la sociedad en la que vive.

Pero no lo sabe. No tiene la menor idea. No es más que un niño cuyas máximas aspiraciones son no ir al colegio, jugar con su perro Jumble y sus amigos los Proscritos y despertar la admiración de su vecinita Joan. Nada sabe de convenciones sociales y, mucho menos, tiene la menor idea de estar desafiándolas. Se limita a ser lo que es y hacer, desde su punto de vista, lo que le parece lógico y razonable.

Y, en el proceso, no deja títere sin cabeza.