Creo que tuve claro desde muy joven que cualquier cosa que me pasase, cualquier acontecimiento que me contasen o cualquier persona que conociese era susceptible de acabar apareciendo, antes o después, en lo que escribía. Lo que tardé en descubrir, porque a veces soy un poco tarugo (hay quien afirma que eso sucede más bien con frecuencia y que no es precisamente «un poco»), es que todo eso podría acabar apareciendo en lo que escribo sin que yo participase en el proceso.

Al menos el «yo» consciente y despierto que toma decisiones durante el día.

Mantened eso en la cabeza, que volveremos a ello más tarde.

Cuando, allá por 2014 escribí las dos novelas cortas que acabaron convirtiéndose en Encrucijada, el libro que publico el próximo diciembre, creía tener claro lo que quería: marcarme un policiaco en la antigua Roma… más o menos.

Veréis, soy un tipo vago de narices. Me encantaría escribir novela histórica, pero odio documentarme. Salvo cuando no me doy cuenta de que me estoy documentando. Por eso pude, por ejemplo, escribir Las huellas del poeta, mi novela holmesiana ambientada en la Guerra Civil Española; aunque me estuve documentando un rato sobre el conflicto, no lo hacía con esa idea en mente: simplemente era algo sobre lo que me apetecía leer y de lo que quería enterarme bien. Así, cuando me puse a escribir la novela, el trabajo de documentación se había hecho solo, por así decir.

Pero cuando siento que es por obligación… uf, de pronto todo se me hace cuesta arriba y libros que normalmente devoraría en un par de tardes me llevan semanas y cada vez me da más pereza seguir con el asunto.

Por eso, aunque me encantan los últimos días de la República Romana y los primeros del Imperio, nunca he escrito ninguna novela ambientada allí. He leído sobre ese periodo (tanto ensayo como ficción) y tengo un conocimiento razonable de la época, pero no el suficiente para ambientar bien, de la forma plausible que me gustaría, una novela.

No, esto no contradice lo que escribí hace unos días referido al rigor histórico en las obras de ficción. Mi decisión, personal e intransferible, es que si escribo algo ambientado en un período histórico real, quiero que encaje con los acontecimientos, la sociedad y la tecnología de ese periodo, sin anacronismos, dentro de lo posible. Pero es, como he dicho, una decisión personal que no va a influir en que la novela sea mejor o peor, solo más o menos disfrutable por algunos paladares.

Pero volvamos al asunto.

Soy autor de géneros no realistas, tanto de ciencia ficción como de fantasía. No tengo por qué usar la Roma real. Puedo crear una civilización galáctica que la recuerde, por ejemplo. O, directamente, puedo crear mi mundo fantástico inspirado en Roma, tomar de la verdadera historia lo que me plazca, inventar lo que me dé la gana y utilizar los acontecimientos, personajes, tecnología y sociedad de ese periodo como me plazca. Nadie va a venir a pedirme cuentas por no haber calculado al milímetro la longitud de un acueducto o por no describir de forma exacta el color de las túnicas senatoriales.

Es lo que llevan haciendo los autores de espadas y brujería y fantasía épica desde siempre y, aunque la tendencia primordial es usar de base la Edad Media europea como si no existiera nada más, en realidad se puede contar (y se ha contado; por suerte, no todo el mundo sigue la tendencia general) usando de base otros tiempos y otros lugares.

Lo intenté por primera vez a finales de siglo. Creo recordar que la novela empezaba como si fueran las memorias de un personaje cercano a un seudo Julio César, que estaba a punto de iniciar una campaña contra el imperio de Kárgedon (o sea, Cartago). Estaba escrita, me parece, en forma de cartas que ese personaje le mandaba a su mentor y en ellas contaba la historia del protagonista. Recuerdo haber pergeñado un par de capítulos y luego haberlo dejado porque no tenía la menor idea de por dónde ir.

En 2014 la cosa fue distinta y todo fue como la seda.

Me planteé unir la ficción seudo histórica con el policiaco y, en lugar de escribir una novela, decidí crear un ciclo de novelas cortas protagonizadas por los mismos personajes. Al final fueron solo dos y juntas formaron una sola novela, aunque no descarto volver a Encrucijada en el futuro.

Al ponerme en faena recordé las novelas de Francisco García Pavón protagonizadas por Plinio, donde se mezclaban los misterios policiacos con la descripción costumbrista de la vida en Tomelloso, Ciudad Real, y que había disfrutado bastante en mi remota juventud. Decidí hacer algo parecido, así que ambienté la primera historia en lo que podría ser un pueblo grande o una ciudad pequeña y que acabé calificando de «villa». Se llamaría Encrucijada y sería el típico lugar tranquilo en la superficie pero lleno de pequeños misterios.

Me puse en faena y enseguida tuve claros los personajes principales. El magistrado, como no podía ser menos, era un personaje de resonancias sherlockianas, muy en la línea de otros que ya había creado; una suerte de Sherlock Holmes algo más cálido y humano que el original. Y, en este caso, con un misterioso pasado a cuestas. Quien me sorprendió fue la persona encargada de la guarnición de la villa, que debía ejercer de Watson de mi Holmes, pero que enseguida acabó teniendo personalidad propia y en ocasiones se demostraba tan sagaz como el propio magistrado. Aparte, también, de tener un pasado interesante a las espaldas.

Originalmente lo describí como un hombre, pero en la revisión de la historia me pareció más interesante convertirlo en mujer y Órdube Demáquera Lequetia tomó su forma definitiva; centurión y veterana de la Legión, empieza ejerciendo de contrapunto de Polio, el magistrado, y a menudo vemos lo ocurrido desde sus ojos. Es un personaje que enseguida me gustó, sobre todo por su honradez intrínsica y su capacidad de empatía, dos características que, cuando no van juntas, pueden acabar llevando al desastre.

Llevaba un tercio de la primera historia, centrada en un asesinato en el cenobio cercano a Encrucijada, cuando hizo su aparición una joven de nombre Nona. Terca, independiente, inteligente y decidida, me gustó inmediatamente y, pese a que estaba destinada a tener un papel secundario y fugaz, decidí convertirla en parte del elenco recurrente y volvió a aparecer en la segunda historia. Me gustó mucho la relación que establecía con Polio y la forma en la que ambos se trataban, como si los dos fuesen conscientes de la peligrosa derivación que podía acabar teniendo su relación mentor-pupila y ambos tuviesen claro que no podían permitir que pasase.

Como digo, escribí ambas historias (que en el fondo, componen una sola) allá por 2014. No fue hasta estos meses de 2021, mientras las revisaba para su próxima edición, que me di cuenta de que el personaje de Nona está basado en cierto modo en una amiga. Su relación con Polio es una metáfora de la que ella habría tenido conmigo cuando nos conocimos si yo hubiera sido una persona algo más madura y responsable y no el cretino que era, convencido de que lo sabía todo. Al crear ese personaje, relacionarla con el magistrado y hacer evolucionar su relación del modo en que describí en el texto, estaba reflejando en cierto modo una parte de mi vida, una parte que no había ocurrido, pero tendría que haber sucedido.

Todos estos años, he sentido Encrucijada como algo muy personal. Cada vez que releía y revisaba el texto terminaba con una sonrisa, con la sensación de haber pasado un rato estupendo en un lugar muy especial. Un rato tranquilo, agradable, en el que me reencontraba con viejos conocidos; con personas estupendas que me gustaban mucho y, cada una a su manera, trataban de que su mundo fuera un poco mejor que sin ellas.

Hasta hace poco desconocía el porqué de esa conexión emocional con una obra que se podría ver como algo menor, una especie de capricho en mi carrera: un policiaco costumbrista de ambiente seudo romano en el que, aunque el misterio es importante, lo son más los personajes.

No sé si es menor. Sin duda es un capricho. Y para mí es importante. Espero que también lo sea para un puñado de lectores.