Allá por 1991 Lois McMaster Bujold ganó el premio Hugo a la mejor novela con El juego de los Vor frente a candidatos como La caída de Hiperión de Dan Simmons o Tierra de David Brin.

Fueron muchos los que se quedaron con la boca abierta para acto seguido ponerse a buscar por el suelo la mandíbula que se les había caído. ¿Cómo era posible? ¿Una novela palomitera, un simple space opera militarista, ganaba el premio frente a la conclusión de la ambiciosa saga espacial de Simmons o el increíble tour de force hard de Brin?

Coño, que los Cantos de Hiperión eran literatura de la buena, con ínfulas y todo, en la que se hacía un homenaje a Chaucer y a los Cuentos de Canterbury, y se mencionaba a Keats una y otra vez (qué pesado el pobre Keats, madre mía) y se hacían juegos metaliterarios con Shakespeare (bueno, en realidad se contaba Romeo y Julieta con alfombras voladoras, tampoco nos pasemos) y todo estaba lleno de referencias literarias megacultas de que te cagas y además el autor nos lo ponía fácil para que las pillásemos y nos sintiéramos muy inteligentes y muy cultivados y muy por encima de la plebe.

Y allí estaban los votantes de los Hugo, demostrando una vez más lo peligroso que era dejar que la gente decidiera por sí misma sin que las élites intelectuales la llevasen de la manita al lugar al que debía ir, donde asistiría, calladita y sin moverse, al derrame de escupitajos de sabiduría que emitirían sin parar los órganos fonadores de los popes de la cultura, para eterno regocijo del mundo entero.

Encima, la autora repetiría al año siguiente, ganando el Hugo a la Mejor Novela en 1992 con Barrayar. No contenta con eso, vuelve a ganarlo en 1995 con Danza de espejos. Ya antes lo había ganado a la Mejor Novela Corta con «Las montañas de la aflicción». Supongo que debió de parecerle que no era suficiente, así que volvería a llevarse el Hugo a la Mejor Novela en 2004 por Paladín de almas, de su serie Chalion. Hablando de series, la saga de Vorkosigan se llevó el Hugo a la Mejor Serie de Novelas en 2017, algo que repetiría con Chalion al año siguiente. No me molestaré en mencionar sus Nebula o Locus, ni todas las veces que estuvo nominada.

Estaba claro que su éxito de público solo podía explicarse de una manera: las masas ignorantes se volcaban masivamente en una literatura fácil y consoladora en la que podían exorcizar sus frustraciones identificándose con un personaje de claras reminiscencias randianas.

En nuestro país, ese pensamiento de que la gente no tenía ni puta idea y prefería premiar mierda complaciente en lugar de elevadas obras literarias fue dominante en cierto sector que tendía a aglutinarse alrededor del entorno de la revista Gigamesh y de la Tertulia de Madrid, la TerMa. No pretendo establecer ninguna relación causal, pero es así.

En fin, para qué te vas a parar medio segundo a reflexionar y a analizar los motivos del éxito de algo cuando puedes sentirte superior y mirar al resto del mundo por encima del hombro.

Para cierto tipo de intelectualillos de medio pelo (y a estas alturas de su vida, tal vez de ninguno, quién sabe), Lois McMaster Bujold no tenía ni puta idea de escribir y sus novelas eran inmundicia consoladora para gente acomplejada que proyectaba sus frustraciones sobre el personaje para compensar la vida de mierda que tenían. En otras palabras, aquellos que leían y disfrutaban de esas novelas eran personas con profundas carencias emocionales y un enorme complejo de inferioridad.

Eso, tal cual, lo leí en una reseña de la época que apareció en la revista Gigamesh. No recuerdo quien era el autor de esa mierda (porque cuando el análisis literario de un libro se dedica a insultar a los potenciales lectores de este, es, en efecto, una mierda) y no me apetece demasiado rebuscar entre los viejos números de la revista para averiguarlo.

(Y no, decirte que eres un imbécil y un tarado que se ha pasado siete pueblos y que has cruzado una frontera que ningún crítico debería cruzar no es censura. Es utilizar mi derecho a la libertad de expresión —el mismo que tú usas para insultar gratuitamente a gente que ni conoces— para definirte.)

Pero volvamos a los años noventa.

Ahí estaba yo, en medio de la polémica, con amistades en ambos bandos y, quizá por eso, sin la menor intención de leer ninguna novela de Vorkosigan. Además, había leído hacía algún tiempo En caída libre, una novela de Bujold que, salvo por la aparición de los cuadrumanos, especie creada por ingeniería genética, no me había interesado demasiado, así que tampoco me sentía con muchas ganas de darle otra oportunidad.

Pero…

Chus, un amigo y compañero de trabajo, fan a muerte de la saga de Vorkosigan, estaba en cierto momento releyéndola y se llevaba a veces alguno de los libros al curro. A la hora de comer, un día que me aburría y no tenía nada mejor que hacer, me acerqué a la mesa de Chus, le pedí el libro que tenía allí y me puse a leer.

Se trataba de Fronteras del infinito, un fix-up de tres relatos largos —o quizá tres novelas cortas, no estoy seguro— ambientados en distintos momentos de la vida de Miles Vorkosigan.

Aquella misma tarde leí el primero, «Las montañas de la aflicción».

Era un cuento sencillo, sin grandes alardes, narrado de un modo bastante directo y clásico. Contaba un caso de infanticidio en un distrito rural y Miles Vorkosigan se veía obligado, contra su voluntad, a ejercer de inquisidor, averiguar qué había pasado y castigar a la persona culpable.

Como digo, la narración era directa y sin complicaciones, y la conclusión del relato se alcanzaba de un modo natural y nada estridente.

Nada del otro mundo, en un principio. Un relato que no estaba mal, sin más, como tantos cientos de otros.

Pero al acabarlo tenía un nudo en la garganta. Ahora mismo mientras rememoro el cuento al escribir estas líneas, vuelvo a tener un nudo en la garganta.

He sentido otra vez la profunda compasión y empatía de Miles por la víctima, he vuelto a encontrar terriblemente adecuado el castigo que le impone a la infanticida y me he estremecido de nuevo con la terrible carga de responsabilidad que ese bebé muerto impone sobre los hombros de Miles.

«Pequeña damita», la llama para sí en cierto momento.

Ha sido escribir esas dos palabras y volver a tener el corazón en un puño.

Ninguna persona capaz de conseguir ese efecto es una mala escritora. Quizá no sea la cumbre de la literatura universal, pero está claro que sabe cómo narrar y qué mecanismos tocar en los lectores.

No tardé en convertirme en fan de Lois McMaster Bujold y de la saga de Vorkosigan. Y enseguida me di cuenta de cuál era el problema que tenían con la serie los puros y altivos guardianes de las esencias. Básicamente carecían del sentido del humor y de la retranca suficiente para percibir (y disfrutar) de la multitud de cargas de profundidad ideológicas que la autora iba soltando a lo largo del texto.

La serie mantiene en buena parte de ella una actitud claramente irónica, empezando por su visión del personaje principal, que sospecho que está construido adrede siguiendo el cliché de El Emperador de Todo de Spinrad… con la sana intención de dinamitarlo. Algo que, de nuevo, los guardianes de las esencias ni pillaron, claro.

(Sospecho, por cierto, que buena parte de la peña que despotricaba contra esas novelas ni las había leído, vamos, un poco lo que le pasa a Scorsese con las pelis de superhéroes.)

En cuanto te acercas a Miles y su entorno con una mente desprejuiciada te das cuenta de que no estás ni por asomo ante ningún Emperador de nada, de que todos los actos heroicos a los que asistimos están teñidos de una ironía feroz y que, si algo es Miles, es un desastre eternamente a punto de producirse, postergado siempre en el último momento gracias al único verdadero superpoder del personaje: el amor y la lealtad que despierta en los que le rodean.

Añadamos a eso que, como quien no quiere la cosa, sin darle importancia, sin molestarse en llamar la atención del lector sobre ello, casi medio en broma (ah, pero muy en serio) la serie trata cosillas sin importancia como los roles de género, el infanticidio, los malos tratos, la resistencia al cambio de las sociedades, el transhumanismo, la identidad, el esclavismo, las políticas de conveniencia, la violación, la memoria, el poder…

Tuve ocasión de conocer a Lois en el 2000, cuando fue invitada a la HispaCon que aquel año organizamos un grupo de fans asturianos dentro del entorno de la Semana Negra de Gijón.

La llevamos en cierto momento (a ella y a Ian McDonald) a una sidrería cerca del Cabo Peñas que ya no existe y que tenía una de las mejores y más agrestes vistas del Cantábrico que recuerdo: el Molín del Puertu. Hace años, una tormenta dejó el lugar hecho unos zorros y, hasta donde sé, no lo han reconstruido.

En la cena oficial de la HispaCon Lois me llamó para que le hiciera de intérprete durante la ceremonia de entrega de los Ignotus. Hice lo que buenamente pude y fui explicándole un poco de qué iba cada categoría y cada obra premiada.

Ella misma estaba nominada a Mejor Novela Extranjera por Hermanos de armas, pero el premio se lo acabó llevando Connie Willis con Por no mencionar el perro. Recuerdo que Lois se tomó la derrota con mucha deportividad y, de hecho, se pasó los siguientes minutos cantándome las excelencias de Connie Willis. No es que hiciera falta, por otro lado, Connie Willis era una de mis autoras favoritas desde que la había conocido en la Semana Negra de 1996.

Siempre me fascinó lo inteligentemente que Lois supo hacer evolucionar la serie. En efecto, empieza como la clásica space opera de corte militarista, pero no tarda en volverse más compleja y en sobrepasar los límites de ese género, aunque sin abandonarlo del todo. Es muy consciente de que el personaje y su entorno tienen que ir cambiando, que Miles no puede pasarse toda su vida jugando al soldadito por la galaxia y que algún momento tendrá que sentar la cabeza, aunque sea a su pesar.

Y a su pesar será, en efecto.

Llega Recuerdos y la saga da un giro de 180 grados. Miles queda varado, sin su ejército, sin poder hacer lo que mejor se le da y que le ha impedido volverse loco en la encorsetada sociedad barrayaresa todos estos años. Y Lois, con un par de narices, nos regala un excelente policiaco de corte clásico.

No contenta con eso, en Una campaña civil escribe una deliciosa comedia de enredo que Howard Hawks habría filmado encantado, estoy seguro. Y, de paso, demuestra la clase de inútil social que puede ser Miles a veces.

En general, las portadas originales de las novelas de Vorkosigan siempre me han parecido horribles, para qué vamos a negarlo.

Cómo no voy a ser fan de la saga de Vorkosigan: es inteligente, es divertida, está narrada con suma eficacia (un detalle que a veces los defensores del estilo «bello» ni tienen en cuenta a la hora de juzgar lo bueno o malo que pueda ser alguien escribiendo), juega una y otra vez a buscarles las vueltas a los clichés sociales y resulta mucho más profunda de lo que parece. Pero nunca he tenido la sensación de que me haya influido como autor.

Claro que, ¿qué demonios sé yo de lo que me ha influido como autor?

Yáxtor Brandan, el personaje central de mi saga El adepto de la Reina, y Miles Vorkosigan no pueden ser más distintos. Sin embargo, si repaso ahora mis cuatro libros dedicados al adepto empírico, no puedo por menos que encontrar ciertos ecos en ellos, a la hora de construir determinadas relaciones, de mirar con ironía algunas situaciones, o incluso de incorporar ciertos personajes.

Y si pienso en El hueco al final del mundo, especialmente en la sociedad nabatí, que aparece al final del primer volumen, La simiente de la Esquirla, me asaltan las dudas. Creé a los nabatíes con la idea de que fuesen una suerte de versión cifi de los elfos silvanos, de ahí su simbiosis con ciertas especies vegetales, pero ¿de dónde saqué la idea de que fueran hermafroditas funcionales?

Puede haber sido de cientos de sitios, por supuesto. Incluso, por qué no, de La mano izquierda de la oscuridad de Ursula K. Le Guin. Aunque no lo creo. Los habitantes de Invierno son sexualmente neutros tres semanas de cada cuatro y en la cuarta se decantan por un género u otro. Mis nabatíes se parecen más a los hermafroditas de Colonia Beta, el planeta de origen de Cordelia, la madre Miles (y un personaje maravilloso, por cierto): sus órganos sexuales, tanto masculinos como femeninos, están activos y funcionales en todo momento y no hay nada de neutro en ellos; se consideran su propio género, cosa muy distinta.

¿Surgen los nabatíes de Colonia Beta, o al menos esa característica? Confieso que no lo sé, pero no me sorprendería demasiado. Siempre he pensado, además, que las influencias trabajan mucho mejor y operan a un nivel más profundo y duradero cuando son inconscientes y se asimilan sin siquiera darse cuenta, hasta que llega ese día memorable en que te llevas las manos a la cabeza, exclamas «¡Anda, los donus!» y te das cuenta de que esa manía narrativa que tienes por contar casi todo en flashback te viene de un tebeo que leíste con siete años y que habías olvidado por completo.

Lo antedicho es solo un ejemplo al azar, que quede claro, ni que tuviera yo predilección por los flashbacks.

Aunque, ahora que lo pienso…