Esta entrada forma parte en realidad del ensayo Con diez cañones por banda, que acompañará la recopilación de relatos de piratas de Robert E. Howard que he traducido para Sportula y que está ahora mismo en las últimas fases de revisión.
Me ha parecido buena idea rescatarla aquí como artículo aislado porque toca uno de los temas más frecuentes en la narrativa howardiana: la idea de que la civilización está condenada siempre a la decadencia y posterior destrucción a manos de los bárbaros. Las reflexiones que hago sobre el tema, usando para ello el relato «La venganza de Vulmea el Negro» son discutibles, por supuesto, pero espero que al menos resulten interesantes.
Los dos cuentos de Vulmea el Negro, pirata irlandés que corre sus aventuras en la segunda mitad del siglo XVIII[1], están entre lo mejor que ha escrito Howard, especialmente el segundo. Además, en cierto modo muestran con contundencia su filosofía vital. No hablo de la famosa idea de que «la barbarie es el estado natural del ser humano» que se ha citado una y otra como el resumen y compendio del modo howardiano de ver la vida… sin tener en cuenta quién dice la frase (que no es Conan, por cierto) ni en qué contexto desmoralizador[2].
Es cierto que Howard, a causa en buena medida de su infancia y adolescencia en medio del boom del petróleo en la Texas de principios del siglo XX, tenía una idea negativa de la civilización: consideraba que antes o después estaba condenada a la corrupción y la decadencia, hasta que los bárbaros le daban el golpe de gracia y terminaban con ella. Es algo que Mark Finn, en su biografía de Howard A sangre y fuego (Sportula, 2023), describe a fondo y argumenta con contundencia.
Sin embargo, lo cierto es que Howard nunca comprendió que su idea de «los bárbaros» era del todo irreal: los pueblos que veía como tales (germanos, hunos, nativos americanos, celtas) eran, en realidad, pueblos civilizados, con una estructura social compleja y elementos que solo se dan en el entorno de una civilización. El término «bárbaro», en origen, no tenía otras connotaciones que las de «extranjero» (o, para los griegos, quizá tuviera la de «paleto», dado que para ellos los macedonios eran bárbaros, pese a que su lengua, cultura, sociedad y civilización eran idénticas a la griega). Con el tiempo bárbaro sería todo aquel ajeno al imperio romano que se negase a ser conquistado por este o pretendiera invadirlo.
Por otra parte, tampoco es consciente de que los valores positivos que aplica a sus «bárbaros» son valores que no tienen sentido fuera de una sociedad humana… y donde hay una sociedad hay civilización, por embrionaria que esta sea.
La clave de la filosofía vital de Howard (algo que recalca una y otra vez en sus relatos históricos y pseudo históricos, especialmente en los ambientados en las Cruzadas) es que el mundo es un lugar cruel, despiadado, que no concede cuartel y carece de piedad, y que aquellos que sobreviven a ese mundo terrible acaban marcados de por vida hasta el extremo que pueden parecer salvajes, puros animales primarios que se dejan llevar por sus instintos. Bárbaros.
¿Lo son, sin embargo?
Si algo demuestra «La venganza de Vulmea el Negro» (título irónico donde los haya) es todo lo contrario.
Vulmea odia a Wentyard, el oficial inglés que lo ha capturado. Lo odia con toda su alma; Wentyard, al servicio de Inglaterra, colgó a Vulmea siendo niño por el terrible pecado de ser irlandés y estar en el lugar inapropiado en el momento inoportuno. El futuro pirata sobrevive a la horca y el odio y las ansias de venganza marcan para siempre su carácter.
Es un superviviente vapuleado por el mundo, elemento común de casi todos los héroes howardianos, y en cierto sentido es su rabia lo que lo mantiene en pie y lo empuja a seguir adelante.
No solo quiere matar a Wentyard, quiere que antes este sufra lo indecible, solo así saciará su sed de venganza.
Mas, pese a los golpes, pese a la rabia, pese al odio, se niega a caer en el salvajismo y reivindica para sí los mejores valores de la civilización: la compasión y la empatía.
En un maravilloso e inesperado giro del relato, Vulmea renuncia a su venganza y llega al extremo de arriesgar la vida propia para salvar la del enemigo porque descubre que, al otro lado del mundo, una mujer y un bebé dependen de Wentyard.
Está dispuesto a torturar al inglés hasta la muerte, pero no a costa de que dos personas indefensas queden sin su único sostén. En ese momento y a su pesar Vulmea encuentra espacio para la compasión.
El irlandés tiene un código ético que cumple celosamente. Jamás será cruel con otra persona de forma gratuita y, llegado el caso, se pondrá del lado del débil antes que del poderoso. Por eso ayuda a su enemigo cuando este, en su momento más bajo, revela un rostro humano y deja de ser simplemente el villano que intentó colgarlo cuando era niño.
Eso no lo hará odiar o despreciar menos a Wentyard (como demuestra con contundencia al final de relato, para desesperación del inglés), ni aplacará sus ansias de venganza, pero detendrá su mano y, por el bien de esa joven y esa niña, lo ayudará a salir con vida de la trampa en la que está. Vulmea vive en un mundo implacable que, sí, le ha dado forma y lo ha convertido en un superviviente feroz, pero no le ha arrancado su humanidad y, pese a todo, sigue luchando, haya o no esperanza.[3]
Paradójicamente, Howard veía esos valores como algo ajeno a la civilización y habituales en la barbarie. Si algo nos enseña la antropología, sin embargo, es justo lo contrario. Como bien expresó la antropóloga Margaret Mead (1901-1978), uno de los primeros indicios de civilización es «un fémur fracturado y sanado». En la vida salvaje, presidida por la mera supervivencia, un fémur nunca sana; solo puede hacerlo si alguien se preocupa de cuidar al herido y eso implica empatía hacia los demás, aunque sea solo hacia los miembros de la propia tribu.
Como decía antes, Howard se crio en Texas durante el boom del petróleo y no es raro que eso marcase para siempre su visión sobre la civilización como algo corrupto y en decadencia condenado a diluirse en la pura barbarie. Sin embargo, los valores que sus personajes atesoran, lo que los permite sobrevivir como seres humanos y no como bestias, son valores que solo se adquieren en la civilización.
Como tantas otras cosas en su vida, su ficción es una paradoja llena de civilizaciones decadentes en las que irrunmpen bárbaros que, irónicamente, representan los mejores aspectos del mundo civilizado.
[1] Siendo irlandés el personaje, teniendo el pelo y los ojos oscuros y apodándose «el Negro» asumo que Howard lo consideraría uno de los «Black Irish», irlandeses de pelo negro y ojos oscuros de los que la leyenda afirma que son descendientes de los españoles supervivientes del naufragio de parte de la Gran Armada Española a su paso por Irlanda.
El origen está totalmente desacreditado hoy en día, ya que la cantidad de españoles supervivientes de la Gran Armada que decidieron rehacer su vida en Irlanda fue insignificante. Por no mencionar que los españoles ya convivían con los irlandeses bastante antes. Los contactos de españoles, portugueses, y norteafricanos con los irlandeses comenzaron cientos de años antes de la Gran Armada.
Howard consideraba que descendía de «irlandeses negros» basándose en lo que le había contado su madre (y que, muy posiblemente, fuese mentira). Se sentía muy orgulloso de esa ascendencia, lo cual es curioso, ya que los «irlandeses negros» eran una raza mestiza y, por tanto, no pura, desde su óptica. Resulta un tanto paradójico.
A menos que desconociera el origen del término, lo cual parece poco probable, ya que la leyenda es bastante antigua y circulaba ampliamente por esa época.
[2] Y mucho menos me estoy refiriendo al «aplastar a tus enemigos y oír el llanto de sus mujeres», invento del fachorro de Milius que nada tiene que ver con el pensamiento howardiano y que, al parecer, a muchos tontos se la pone dura, me pregunto por qué.
[3] Un poco como el parlamento final de Morgan Freeman en el Se7en de David Fincher: «Hemingway decía que el mundo es un buen lugar por el que merece la pena luchar. Estoy de acuerdo con la segunda parte.»