No debería decir estas cosas, supongo. Imagino que tendría que mantener la dignidad, moderarme y presentar estos asuntos con fría profesionalidad.

Lo cierto es que no me da la gana. Y como, por otra parte, no hay casi nadie al otro lado, ¿qué más da? Poco tengo que perder a estas alturas de mi vida, salvo el tiempo; y a menudo lo pierdo en cosas menos productivas.

Así que heme aquí para hablar de la novela que escribí hace unos catorce años, en 2008, y publiqué en 2009, hace trece. Y que, tras una revisión, acabo de reeditar en ebook y aparecerá en tapa dura a finales de este año o a principios de 2023.

Fue la novela con la que inauguré mi editorial, Sportula. Cuando me preguntaron que por qué había decidido publicarme yo mismo mi respuesta fue, más o menos:

—En aquellos momentos, las editoriales que veía interesadas en algo como lo que acababa de escribir no me interesaban demasiado como lugar donde publicar; y las que me interesaban como lugar donde publicar no estaban interesadas en algo como lo que acababa de escribir.

Son palabras que causaron resquemores, pero como decía Joan Manel Serrat: «Nunca es triste la verdad; lo que no tiene, es remedio.»

Eché números. Tenía una idea aproximada de las ventas que una pequeña editorial podía conseguir de un autor español conocido a pequeña escala. Y me dije que podía conseguir esos mismos resultados por mí mismo, como mínimo. Así que no tenía nada que perder.

No os aburriré con la historia de cómo fue creciendo y evolucionando Sportula; dejo eso para dentro de siete años, cuando se cumpla el vigésimo aniversario de su fundación.

Volvamos a esa novela. Se llama El adepto de la reina y es importante, para mí, por unas cuantas cosas. Y debería serlo para la historia del género fantástico en España por unas cuantas más. Pero posiblemente no vaya a serlo porque, asumámoslo, no la ha leído la suficiente gente. Y posiblemente no la leerá. Me remito de nuevo a la cita de Serrat.

Es importante para el género fantástico en España porque (y a quien no le guste mi lenguaje, ya sabe dónde está la puerta; y si no, que pregunte, que se lo indico amablemente) es una novela cojonuda, como creo que pocas veces se ha escrito en el fantástico español. Y si eso suena mal porque quien lo está diciendo es el autor, pues que suene mal. Estoy hasta los mismísimos de ver a verdaderas nulidades literarias hablar de sí mismos y de su obra como si fuesen la octava maravilla, la caña de España, el azote del rock, la Biblia en verso y el best-seller perdido del mismísimo Dios, para luego leer su novela y encontrarme con textos tramposos y facilones (ah, esos viajes interminables a planetas que están, al parecer, de mala hostia) o escritos con torpeza y sin conocer las más elementales herramientas del oficio (ah, esa ecoaldea sin condones).

Así que pensad lo que queráis, pero El adepto de la reina es una obra cojonuda, como pocas que se hayan publicado en este país nuestro dentro de los géneros no realistas, con una textura única y personal, muy bien escrita, en la que la acción, la especulación (personal, social, política, ética y, sobre todo, identitaria), los elementos fantásticos, el diseño de personajes y el worldbuilding le pueden hablar de tú a tú a quien haga falta y sin despeinarse.

Y si no me creéis, leedla. O no. Quién soy yo para decirle a nadie lo que tiene que hacer con su vida. Pero si alguien tiene pensado ponerme a caldo, agradeceré que, cómo mínimo, como muestra de cortesía, al menos se la lea primero.

Yendo a sentidos más personales (y eso no le interesará a nadie, pero ya que has cometido el error de entrar aquí, te aguantas; bueno, o si no la puerta está… ya sabes) es una novela importante porque marca mi madurez como escritor. Tenía cuarenta y ocho años cuando la empecé y, sin que yo lo pretendiera, un montón de influencias de las distintas personas a mi alrededor (especialmente mi anterior pareja y la actual), de lo que había visto, lo que había leído, lo que había vivido y, sí, por qué no, lo que había dejado de vivir, se confabularon para cristalizar en esa novela. Mirándola ahora, me parece la primera en la que me creo a los personajes y los siento como reales y todos los intentos anteriores los veo pálidos y sin vida en comparación.

Quizá no compartáis esa idea, pero así es como lo veo. Es la primera novela en la que salgo de verdad de mi zona de comodidad (no puedo con el término «confort», me sigue pareciendo un barbarismo recién llegado por más que lleve la tira de años asimilado al castellano; y con el adjetivo «confortable» ni os cuento) y empiezo a hacer y plantearme cosas distintas. En primer lugar, intento dar dar cierta diversidad en la orientación sexual a mis personajes. Con cierta timidez, lo reconozco. En El adepto de la reina, el único personaje que no es cishetero es Yoranna Lei, la mercenaria, aunque en la segunda novela de la saga sabremos que el protagonista, Yáxtor Brandan, es bisexual y en la tercera que Arstin Penjándel, aparecido en la primera, es gay.

Pero lo que en realidad hago en El adepto de la reina (y tardaré años en darme cuenta y no lo veré hasta mucho después de terminada La sombra del adepto, cuarta y última novela del ciclo; en realidad… no, no hagamos espoilers) es deconstruir mi propia masculinidad usando a Yáxtor Brandan como sujeto en el que proyectarla.

Cuando me senté a escribir El adepto de la reina, mi idea inicial no iba más allá de componer una novela de espionaje y aventuras en un escenario de fantasía. La cosa no tardó en complicarse, a medida que el mundo fue tomando forma y aparecieron personas (como la Reina de Alboné) y especies no humanas (como los carneútiles) que no eran otra cosa que preguntas andantes sobre la identidad. No fue una decisión consciente, pero sin duda algo se estaba cociendo en mi cabeza porque una parte importante de los personajes que fui creando eran exploraciones de la identidad personal.

En cuanto al propio Yáxtor… Mi pretensión fue moldearlo a partir de Bond, James Bond. Al fin y al cabo, estaba escribiendo una de espías. Pero no cualquier Bond, sino el de Connery: básicamente un sociópata carente de escrúpulos, implacable en su trabajo, capaz de matar, violar y torturar y luego dormir a pierna suelta con la satisfacción del deber cumplido: «Por la Reina». El Bond de Connery no es el Bond de Fleming, creador del personaje, aunque sí que parte de él, pero exagera los aspectos más extremos del original.

Eso significaba que mi protagonista iba a ser alguien profundamente desagradable. Un personaje que, en otras circunstancias habría sido el villano o el antagonista… o en todo caso un personaje secundario, nunca el principal. De hecho, tomé la decisión de mostrarlo siempre desde fuera durante el primer tercio de la novela, de no verlo desde su propio punto de vista, de no mostrar sus pensamientos ni motivaciones, de modo que al lector le fuese imposible empatizar con él. No es hasta pasado ese primer tercio, cuando Yáxtor descubre que hay un agujero en sus recuerdos, que me asomo a su mente y me permito humanizarlo.

Y ese proceso de humanización es lento. Durante el resto de la novela Yáxtor sigue siendo el mismo personaje implacable que conocimos en el primer tercio, pero ahora que nos asomamos a retazos de su pasado podemos comprenderlo mejor y, si no empatizar, sí al menos seguir sus andanzas sin que nos resulte tan desagradable. Recalco el «tan», porque durante toda la novela Yáxtor no es un tipo a quien os gustaría conocer.

Dado que la empatía con el personaje central era imposible, tuve que crear unos secundarios potentes con los que los potenciales lectores sí que pudieran sentirse a gusto: así nacen Fléiter, Qérlex, Yoranna, Epaidos… Me encariñé con casi todos ellos, sobre todo con uno que crearía en la segunda novela, Los rostros del pasado, aunque lo veréis introducido, de forma retrospectiva y un poco de refilón, en esta versión de la primera (pequeñas pinceladas de continuidad de las que hablaré más adelante). Me refiero a Shércroft, un personaje de reminiscencias holmesianas (el nombre es bastante transparente) que ejercería de mentor de Yáxtor en su adolescencia. Y un personaje que me fascinó desde el principio, aunque no puedo decir que me gustara, fue la Reina de Alboné; en el momento en que tomé la decisión de que fuese pasando sus recuerdos a su sucesora, el personaje empezó a crecer y a ganar complejidad de un modo espectacular y maravilloso. Como he dicho, no puedo decir que me guste, en el sentido de que me caiga bien, pero lo considero uno de mis mejores personajes.

En las siguientes novelas del ciclo, la humanización de Yáxtor seguirá su curso. En Los rostros del pasado exploramos ese hueco en sus recuerdos, en El jardín de la memoria lo vemos encontrar la horma de su zapato y recuperar abundantes partes de su humanidad perdida; en La sombra del adepto, todo confluye y llega a su fin y el viaje de Yáxtor, de monstruo a ser humano completo (con todo lo que eso implica, de bueno y de malo), se termina.

Dije antes que por medio de Yáxtor estaba deconstruyendo mi propia masculinidad. No fue deliberado. Pero sí inevitable desde el momento en que decido elegir un icono de la masculinidad más extrema y (en esa encarnación tan concreta) más tóxica. Si hubiese tomado como modelo el Bond de Daniel Craig quizá las cosas habrían sido distintas. Y la posibilidad estaba ahí, ya que Casino Royale es de 2006 y Quantum of Solace, de 2008, y Craig me gustó como Bond desde el minuto cero. Pero, como sea, elegí la versión de Connery y, desde ese momento, la suerte está echada.

Si hay un elemento común en los cuatro libros que forman la saga es la exploración continua de la identidad personal. Todos los personajes, en mayor o mayor medida, se cuestionan su propia identidad en algún momento; algunos para reafirmarla, otros para desarrollarla y otros para destruirla y reconstruirla. Entre los diversos personajes secundarios, la Reina de Alboné y el carneútil Avanzadilla son quizá los dos ejemplos más notables.

Y en ese sentido, Yáxtor está llevado a sus límites. Ya que el personaje está, en origen, inspirado en un icono extremo y tóxico, al deconstruirlo, despiezarlo y rearmarlo, no me queda otra que analizar mucho de lo que a lo largo de los años he ido dando por sentado de forma acrítica sobre la masculinidad (la mía, propia y personal, pero también la idea general que se tiene del concepto) y, en el análisis descubrir (sí, lo sé, no es nada nuevo) que una parte importante de lo que parece definir la idea de «lo masculino» es pura bazofia que no solo no sirve para nada sino que lo complica todo, especialmente las relaciones, ya sean profesionales, de amistad o sentimentales. Bazofia, además, falsamente asumida como congénita (y a menudo calificada de «evolutiva», como si eso de verdad quisiera decir algo), un mito barato y facilón que se ha ido repitiendo una y otra vez hasta que nos lo hemos creído y hemos dejado de cuestionarlo porque «así es como deben ser las cosas». Cuando más analizaba lo que implicaba el término «masculinidad» menos me sentía identificado con buena parte de sus características, hasta el extremo de que en algún momento llegué a plantearme si de verdad encajaba en ese molde o no sería mejor ir buscando otro… o prescindir de cualquier molde.

Al final no lo hice. En buena medida por comodidad. Llevo cincuenta y siete años pensando en mí mismo en términos masculinos y me da pereza redefinir eso. Pero sí que tengo claro, desde hace un tiempo, que si encajo en la definición de «masculino», no es la misma masculinidad que, socialmente, se considera el estándar. De hecho, buena parte de las actitudes masculinas de competitividad, liderazgo, agresividad más o menos encauzada, asertividad, territorialidad, posesión, celos, control emocional me resultan ridículas y risibles… cuando no sumamente peligrosas y problemáticas.

Me diréis que la «feminidad estándar» tiene problemas análogos. Sin la menor duda. Y siempre he dado las gracias por haberme encontrado una y otra vez a lo largo de mi vida con mujeres que salían de ese estándar, empezando por mi madre, siguiendo por un buen puñado de amigas y acabando por todas mis sucesivas parejas.

De todos modos, «he venido aquí a hablar de mi libro», o sea, de mí. Si a alguien le apetece hacer una reflexión equivalente sobre la feminidad, es muy libre de usar su blog para ello.

***

Inicié esta entrada simplemente para deciros que he pasado un tiempo revisando El adepto de la reina, dándole los últimos toques en busca de la versión definitiva, dejando caer sobre el lienzo pequeñísimas pinceladas de continuidad que no pude en su día (cuando me puse con la novela no es que no supiese cómo iba a ser la saga, es que ni siquiera tenía en mente una saga) y que ahora puedo permitirme dar, de forma que el todo encaje de un modo más satisfactorio.

Luego me dejé llevar y acabé escribiendo esta larga parrafada sobre la identidad y la deconstrucción de la masculinidad. Lo gracioso es que, hasta que no me puse a escribirla, no era del todo consciente de que el personaje de Yáxtor y su peripecia vital habían sido tan trascendentales para librarme de un montón de hojarasca vacía. Sí que lo era de que En el adepto de la reina había dado los primeros pasos en una narrativa más rica, densa y diversa, pero no de lo que le estaba haciendo al personaje principal; mucho menos de lo que el personaje me estaba haciendo a mí.

Lo he ido descubriendo ahora, a medida que escribía, dejándome llevar mientras mis dedos reflexionaban por mí y daban forma a mis pensamientos al caer sobre las teclas. Lo cual no debería sorprenderme; siempre se me ha dado mejor reflexionar por escrito que de puro pensamiento o de palabra.

No sé si lo que habéis leído os ha parecido interesante, aburrido o, directamente, una mierda woke (pero, bueno, esos ya sabéis dónde está la puerta, ¿verdad?). Y confieso que ni siquiera estoy seguro de haberlo escrito para vosotros, sino para mí mismo.

Como sea, ahí está, como también lo está la nueva edición de El adepto de la reina, de momento solo en ebook y, si todo va bien, en tapa dura entre finales de este año y principios del que viene, como decía al principio. Creo que ha quedado un texto más rico, conciso y eficaz en términos narrativos, sin que la historia haya perdido nada de fuerza.

A los que ya la leísteis no os diré que la pilléis de nuevo, aunque creo que esta versión os parecerá más satisfactoria. Los que no la conocíais, espero haberos interesado lo suficiente para que os acerquéis a ella y la disfrutéis y le deis una oportunidad a la saga completa.

Como es nueva edición, tocaban nuevas portadas. Habéis tenido un atisbo de la primera al principio y os la he mostrado luego completa, pero aprovecho ahora para que veáis juntas las cuatro. Los que ya conozcáis la saga quizá os sorprenda al ver que en el tercer libro, El jardín de la memoria, aparece como coautora Felicidad Martínez, que en la versión original lo era solo de Los rostros del pasado. En esa versión Los rostros del pasado era la tercera novela de la saga y El jardín de la memoria, la segunda. Hace un tiempo tomé la decisión de invertir el orden, lo que llevó a un buen remodelado de ambas novelas: abundante material de Los rostros del pasado acabó pasando a El jardín de la memoria, así que era de recibo reconocer la contribución de Felicidad en esa nueva versión.

Como sea, helas aquí abajo.

Gracias por haber seguido leyendo hasta el final.