He visto estos días a Santiago Segura quejarse de que el buenismo actual lo tiene amordazado (o algo parecido). Por otro lado he sabido que a uno de los principales autores españoles de ciencia ficción no le ha hecho mucha gracia que algunos lectores comentaran en Goodreads que su última novela tenía momentos machistas y ha lamentado que en esta sociedad actual haya que ir por la vida como si se pisaran huevos.

Ver a Segura quejarse de que vivimos en una sociedad en la que hay que medir lo que se dice mientras sigue reventando la taquilla diciendo lo que le da la gana sería ridículo si no fuese una tomadura de pelo. Ver a un autor que nunca ha tenido problemas para publicar lo que ha escrito y que acaba de ganar el premio más importante de literatura fantástica del país quejarse de que ahora los escritores tienen que caminar como si pisaran cristales, midiendo cada palabra no vayan a ofender a alguien, sería gracioso si no resultara triste.

Ambos sucesos me han traído a la mente (como me la traen siempre ese tipo de gritos en el cielo) una de las más brillantes escenas de un clásico del cine, ese momento en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) en la que el jefe de policía cierra el casino de Rick al grito de «¡Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!», mientras por lo bajini uno de los camareros le da un fajo de billetes y murmura «sus ganancias de la noche, señor». Renault, personaje que interpreta con convicción y picardía el gran Claude Rains, se guarda impertérrito el fajo y le da las gracias al camarero para, acto seguido, proceder a desalojar el garito clandestino.

Como Santiago Segura siempre me ha parecido un impresentable (gracioso en ocasiones, sí, pero impresentable en todas ellas) no me extraña demasiado que vaya por la vida de víctima mientras cosecha un éxito tras otro haciendo humor de sal gorda, no, lo siguiente, un auténtico diluvio de caspa y cutrerío. Está haciendo lo que siempre ha hecho, echándole morro. Y por qué no, al fin y al cabo lleva varias décadas funcionándole. Y lo que le rondará, morena, seguro.

Pero a la otra persona la considero intrínsecamente honrada, así que verlo en esa tesitura me entristece, de verdad.

Es cierto, las cosas han cambiado en los últimos años y, desde luego, no todos los cambios han sido para bien. Pero en el contexto de la queja, el mayor cambio no es que ahora los lectores se ofendan por todo y antes estuvieran conformes, sino algo tan sencillo como que antes se ofendían igual pero se callaban (posiblemente porque no tenían ningún lugar al que hacer llegar la voz) y ahora no.

Si uno es escritor, lo que hace es, por definición, susceptible de crítica. Y si no se está dispuesto a aceptarlas, bueno, ya conocéis el dicho: «si no aguantas el calor, sal de la cocina».

A nadie le gustan las críticas negativas, por supuesto. Y supongo que el que algunas personas acusen a tu obra de tener momentos machistas no es agradable. Pero, bueno, es lo que tienen las críticas: a algunas personas les gusta lo que hacemos, a otras no, y algunas ven en nuestra obra elementos que les molesta, creamos nosotros que están ahí o no. Y no todos tienen por qué leer la novela como a nosotros nos gustaría, buscando lo que creemos valioso; lo que para unos es irrelevante para otros puede ser fundamental, y viceversa. No existe una «forma correcta» de leer una novela. Cada uno la lee como quiere, según su sensibilidad, su experiencia y sus manías y gustos. Todos los hacemos así. Todos. Tú, que estás ahora mismo negando con la cabeza, también.

El lector es soberano y cada uno lee por motivos personales e intransferibles y busca en la literatura cosas personales e intransferibles. Y si no las encuentra, le parecerá que el libro es malo.

Esa actitud no solo es perfectamente legítima; es ley de vida. Siempre ha sido así. Y no creo que vaya a cambiar. No es precisamente un signo de los tiempos.

Cuando alguien ve algo que considera negativo en nuestra obra y tiene la «osadía» de decirlo en público hay diversas formas de reaccionar. Se puede callar. Se puede intentar argumentar que eso que afirma el lector no es cierto. O se puede tener una pataleta y soltar el equivalente de «¡mami, se han atrevido a decir algo malo de mi novela!» afirmando que vivimos en un mundo donde el escritor tiene que medir cada palabra no vaya a estar ofendiendo a alguien y, de paso, acusando a los demás de valorar la obra usando parámetros equivocados.

Frasecitas dignas de un personaje de opereta en una distopía de serie B en la que el pensamiento políticamente correcto ha anulado la libertad de expresión, como en el cuento ese de Javier Negrete incluido en Mañana todavía (Fantascy, 2014), ya sabéis, «Los centinelas del tiempo», relato zafio y reaccionario disfrazado de cuento transgresor. Si no recuerdo mal, ganó un Ignotus, por cierto.

De hecho, es justo al revés. Antes, el único que tenía libertad de expresión era el autor, con lo cual sí que estábamos ante una situación anómala y un tanto asimétrica. Ahora también la tienen los lectores y pueden decir públicamente lo que opinan. No tienen por qué gustarnos sus opiniones, faltaría más, pero quejarnos de que las tengan y las comuniquen en voz alta y considerar eso una especie de censura me parece… no sé si ingenuo o hipócrita. Una de las dos seguro.

Cada vez que alguien que se dedica a una actividad pública se queja de que la gente se ofende por todo y hay que medir con lupa cada cosa que se dice, en mi cabeza siempre oigo lo mismo: «Antes podía decir lo que daba la gana y nadie me rechistaba; ahora me llevan la contraria y me critican».

Nadie les impide, por ejemplo, seguir haciendo su humor zafio y cutre, incapaz de provocar la risa como no sea zahiriendo a alguien (normalmente a alguien más débil, por otro lado, lo cual es un pelín sospechoso); pero la gente no se calla y dice lo que piensa. Eso no es una tiranía del pensamiento buenista, no es cultura de la cancelación, no es censura: al contrario, es la libertad de expresión funcionando al 100%.

El derecho de alguien a decir lo que le dé la gana sigue ahí, pero ahora los demás tienen el derecho a decir lo que opinan de lo que se que acaba de decir.

Y eso no gusta. Y eso incomoda. Y cuando se carece de cualquier capacidad de autocrítica porque nunca ha hecho falta desarrollarla es mucho más fácil gritar «¡Me cancelan!» que pararse medio minuto a reflexionar y considerar la posibilidad de que, quizá, no eres perfecto y a veces la cagas.

Lo mejor de todo es que ni siquiera son capaces de ver la ironía que implica estar en lo alto del púlpito gritando a pleno pulmón que ya no te dejan hablar.

Como decía antes, ver a un jeta como Santiago Segura comportándose así no me sorprende ni me importa demasiado; ver a alguien que me parece buena persona entrando en las mismas dinámicas me resulta muy triste, la verdad.