El otro día, mi amigo Juanma Barranquero me comentaba que había leído un texto que comentaba la creación de Superman por parte de Jerry Siegel y Joe Shuster. Le parecía interesante que dos adolescentes judíos creasen un personaje de características semidivinas y con un nombre, Kal-el (en realidad Kal-l, ya que la «e» se le añadiría años más tarde), de reminiscencias angélicas.
No lo encontraba casual, y tampoco a mí me lo parecía. De hecho, las connotaciones religiosas y mitológicas de Superman como icono cultural se han analizado con cierta frecuencia. Mi amigo José Manuel Uría, por ejemplo, considera que la Santísima Trinidad de DC (Superman, Batman y Wonder Woman) son en realidad un trasunto de Apolo, Hades y Atenea.
La conversación con Juanma me llevó, ya en solitario, por otros derroteros. Y no pude evitar recordar que «mi» Superman, el que siento más cercano y «auténtico» no es el que me correspondería, en cierto sentido.
Me explico.
Superman es un personaje que, desde su primera aparición en 1938 ha sufrido innumerables cambios y ha pasado por un montón de versiones, tanto en sus habilidades como en su personalidad. En los primeros tiempos, por ejemplo, era un justiciero al margen del sistema, lo que los americanos llaman un «vigilante», aunque evolucionaría rápidamente hacia un personaje luminoso y optimista, características que serían constantes en casi todas las versiones del personaje.
Cuando nos enamoramos de una creación ficticia, sea esta un personaje, un universo, una historia concreta, suele ser en nuestra infancia. Y es entonces cuando queda grabada para siempre en nuestra memoria y adopta la forma que tendrá para siempre en nuestra mente. Dado que descubrí a Superman siendo muy niño (fue uno de los primeros tebeos que leí, en la edición mejicana de Novaro) lo lógico sería pensar que esa versión del Hombre de Acero es la que reside en mi memoria como la «de verdad», la fetén, la auténtica.
No es así. Por una parte, los tebeos de superhéroes que de verdad me gustaban de niño eran los de Marvel, no los de DC. Eran los primeros lo que captaban mi interés con más fuerza, me parecían más creíbles y complejos y me hacían disfrutar más.
Lo poco de DC que en aquel momento llegaba a nuestro país en grapa eran fundamentalmente Superman y Batman y un puñado de personajes que aparecían a veces como presentados por estos dos. Así, había alguna historia de Flash o de Green Lantern, pero en la portada se veía el logo de Batman y bajo este un «presenta:» y mucho más pequeño, el logo del personaje que de verdad protagonizaba la historia.
Si la memoria no me engaña, lo normal era que Superman «presentase» los personajes relacionados con él (como Superboy o Supergirl) y Batman los demás. Pero puede que me engañe, así que no toméis esto como algo seguro.
(Como inciso, decir que Batman es un personaje que, aunque no me disgusta, nunca ha estado entre mis favoritos. Y, normalmente, como mejor me funciona es como contrapeso a Superman. Además, mi Batman no es muy popular ahora mismo, porque no es el neurótico atormentado que nos llevan vendiendo desde hace unas cuantas décadas. Mi Bruce no se convierte en Batman guiado por la venganza sino por la compasión. No se pone la máscara y sale todas las noches para vengarse por la muerte de sus padres, sino para impedir que otros niños pasen por lo que él tuvo que pasar. Pero me temo que no es esa la versión de Batman que se vende mejor. El día menos pensado se quitará el traje y veremos que bajo este lleva una camiseta negra con una calavera pintada y que en realIdad no se llama Bruce Wayne, sino Frank Castle. Y que, por tanto, de héroe no tiene nada. No, lo siento, ese no es mi Batman.)
Pero me he ido mucho por las ramas. Volvamos.
Las grapas de Novaro en general publicaban el mismo material que en aquel momento salía en Estados Unidos, supongo que con algún retraso.
Además de las grapas se publicaban unos tomitos llamados LibroCómic, que recopilaban material más antiguo, casi siempre de los años 40 y 50, al menos en el caso de Superman, que era lo que más me interesaba:
Huelga decir que esas historias más antiguas eran mucho mas sencillotas y en ocasiones, un tanto tontorronas. Había cosillas que molaban, por supuesto, sobre todo cuando las cosas se ponían más «galácticas» y Superman corría aventuras por el espacio o, por medio de algún cachivache misterioso, lograba volver a Krypton por unos días… e incluso conocer sus padres.
Como he dicho, eran los tebeos de Marvel los que ocupaban un lugar especial en mi corazón, pero Superman era mi favorito. No sabía por qué: no era porque sus historias fuesen maravillosas ni porque estuviese increíblemente bien dibujadas, eso os lo puedo asegurar. De hecho, dicen las malas lenguas que en aquella época lo mejor de los tebeos de Superman eran las portadas (muchas de ellas del gran José Luis García López), pero que luego abrías el cómic y lo que te encontrabas dentro era considerablemente peor. No siempre, pero sí con cierta frecuencia.
En todo caso, algo debía de tener el personaje pese a todo para que se convirtiera en el favorito de mi yo infantil. Pero incluso gustándome Superman, odié desde el primer momento al Clark torpe, tímido y medio tonto que aparecía muchas veces en los tebeos. No me hacía ninguna gracia y no me gustaba.
En otra de mis series favoritas no tenía ningún problema con el Peter Parker pupas, siempre corto de dinero y siempre asaltado por los problemas; de hecho, me resultaba fácil identificarme con él y sentir como propias sus penas. Pero el Clark de aquella época me parecía una parodia ridícula y lo odiaba con toda mi alma.
Luego, en la adolescencia, en una de esas decisiones que ahora me parecen absurdas pero que seguro que en su momento veía lógicas e inevitables, dejé de leer cómics. De vez en cuando caía algún Conan en mis manos y poco más. Para mí, los cómics eran algo que quedaba en mi pasado, una afición infantil que había terminado.
Por suerte, no fue así. Volví a mediados de los 80 a los cómics. Y ahí sigo.
No fue hasta ese momento, cuando empecé a leer el Superman de Byrne que descubrí mi Superman… y mi Clark Kent. Y este era un tipo dinámico, nada tímido, con las ideas muy claras, totalmente alejado de la parodia del Kent clásico. De hecho, en la versión de Byrne Superman es, en el fondo, el nombre laboral de Clark Kent, que es la verdadera persona. Cuando se enamora de Lois toma la decisión de que si va a conquistarla va a ser como Clark, no como Superman, que de quien se debe enamorar Lois es del humano, no del semidiós.
Ese giro de 180º respecto al Superman clásico es una idea tan sencilla y al mismo tiempo tan buena que, por sí misma, ya eleva la calidad de las series de cómic de Superman de forma considerable.
Tras la marcha de Byrne de la serie, los guionistas que se ocupan de ella (Roger Stern, Jerry Ordway, Dan Jurgens, Louise Simonson y, por un periodo demasiado breve, el gran George Pérez) van matizando esa imagen. Entre otras cosas, incorporan el legado kryptoniano a la personalidad de Superman, algo que Byrne no se había molestado mucho en hacer pese a, irónicamente, haber escrito una miniserie cojonuda re-contando la historia de Krypton como civilización. Cuando en el número 6 de la miniserie Man of Steel, donde Byrne redefinía el origen del Hombre de Acero, este descubría su herencia kryptoniana, se desembarazaba de ella con poco más que un encogimiento de hombros. Uno de los pocos errores que, a mi entender, cometió Byrne en su versión de Superman. Y, por suerte, fue corregido después.
Todos los autores que escriben Superman tras la marcha de Byrne (al menos mientras Mike Carlin permanece como editor de las distintas colecciones del Hombre de Acero) respetan esa idea: Superman y Kal son partes de la persona completa, que es Clark. Y Clark es, por educación, pero también por elección, humano. Es una idea que vemos hoy en día, por ejemplo, en series de televisión como Superman y Lois, que no en vano ha demostrado ser en su primera temporada una de las mejores adaptaciones al medio audiovisual de los mitos del Hombre de Acero.
De hecho, hay un número de la Liga de la Justicia donde (solo podía ser él) Batman dice que Superman es el más humano de todos ellos y, en cierto modo, el estándar por el que debe medirse la humanidad. Pues Superman es humano porque ha decidido serlo y, al hacerlo así, ha aceptado y asimilado como propias las mejores características de la especie.
De hecho, es la misma decisión que toma en El Hombre de acero de Snyder, pese a la machacona insistencia de la versión «randiana» de Jonathan Kent interpretada Kevin Kostner, que no para de decirle una y otra vez que se mantenga apartado de la humanidad y piense solo en sí mismo, porque es especial.
Podríamos decir, por hacer un chiste tonto, que en el Museo de Pesas y Medidas de París debería haber un Superman de platino-iridio que representase la unidad de medida del ser humano.
Para mí sigue siendo un enigma, no el hecho de que ese sea el Superman que de verdad me gusta (eso me parece lógico, inevitable), sino el que de niño, pese a todas las carencias del personaje, cuando aún no era lo que luego me enamoraría de adulto, este se convirtiese en mi favorito de todos los tipos vestidos en mallas multicolores que andaban por ahí salvando el mundo. ¿Qué características ocultas detectó mi mente infantil, qué vi entonces en el personaje que me atrajo tan poderosamente?
No tengo la menor idea. Supongo que algo percibí, algún detalle implícito que luego autores como Byrne sacarían a la luz y volverían explícito. No lo sé. supongo que fue algo de ese estilo. Suelo decir (no del todo en serio, no completamente en broma) que mi subconsciente es mucho más listo que yo. Y puede que este sea uno de esos casos.
Como sea, ese es mi Superman. El que siento como «auténtico». Lo cual es una tontería; por mucho que les pese a ciertos puristas miopes, ninguna versión del personaje es más «auténtica» que otra; todas son igualmente válidas; cada una lo interpreta y lo adapta para un momento y lugar concretos. Cada sociedad se mira en él de forma distinta, por eso el personaje cambia. Como todo buen icono.