Esta tarde, a raíz de un comentario en las redes, he recordado la famosa frase del Cantar del Cid, aquel «qué buen vasallo si tuviese buen señor» que en la obra pretende reflejar la fidelidad de Rodrigo hacia el rey y la ingratitud de este hacia su mejor vasallo y que, una vez transformada en frase lapidaria, se ha usado a menudo como metáfora de la paradoja de nuestra historia, en la que encontramos abundantes ejemplos de excelentes vasallos de reyes que eran mucho peores que ellos. De hecho, la historia del rey envidioso, mezquino y tarugo empeñado a destruir al vasallo que una y otra vez le saca las castañas del fuego se ha repetido con frecuencia a lo largo de nuestra historia. De ahí a suponer que ese es el gran problema español, va solo un paso: somos un pueblo de gente maravillosa gobernada una y otra vez por unos cabrones mediocres y asquerosos.

Y quién sabe, a lo mejor es cierto. Desconozco si es más cierto en nuestro caso que en el de otros países, por otro lado. Sospecho que si escarbamos un poco, todos más o menos pueden encontrar ejemplos de lo que he descrito. Grandes personas que salvaron a su país o lo sacaron de apuros y luego fueron vilipendiadas, destruidas y enterradas por ese propio país mientras se arrastraba alegremente su nombre por el fango. ¿Es nuestro país más cainita que otros? Ni idea.

Tampoco es de lo que quiero hablar.

Desde que leí la frase siendo muy joven (una pista: fue en otro siglo; y hay quien afirma que fue en otra era geológica) me sentí incómodo con ella. La entendía sin problemas y comprendía perfectamente la cuestión que pretendía tratar y la llaga sobre la que intentaba poner el dedo. No era tanto el sentido de la frase como la frase en sí la que me resultaba incómoda. No el fondo, sino la forma.

Y es que la forma implicaba (y daba por natural e inevitable) la existencia de señores y vasallos. Lógicamente alguien de la Edad Media vería eso como el orden natural de las cosas (estoy seguro de que no todo el mundo, por otro lado, pero era sin duda el pensamiento dominante), pero para un chaval de dieciséis años de ideas izquierdosas y cierta tendencia al anarquismo era algo aberrante. Si ya la idea de monarcas y súbditos me pone de mala leche y es uno de los motivos por los que abomino de cualquier monarquía, por muy parlamentaria que sea, imaginad la de señores y vasallos.

Por supuesto, hay que contextualizar. No le puedes pedir a alguien del siglo XII (hablo de memoria, así que igual me equivoco de siglo, pero no me apetece mirarlo ahora) que tenga las mismas ideas y los referentes que alguien de la década de los ochenta del siglo XX. La frase, bien contextualizada, no tiene nada de malo y refleja una verdad muy profunda: las relaciones sociales implican un contrato y no solo ambas partes están obligadas a cumplir con lo que este detalla, sino que la parte más poderosa en el caso (frecuente) de que no sea una relación en igualdad de fuerzas, está mucho más obligada que la débil. Un vasallo que no cumple sus obligaciones con su señor feudal puede ser algo malo, pero un señor feudal que incumple sus obligaciones con sus vasallos es algo infinitamente peor.

Expresado en un lenguaje más moderno: malo es que un trabajador no cumpla con su obligación laboral hacia la empresa para la que trabaja, pero es infinitamente peor cuando la empresa (que tiene más poder y se beneficia más de la relación) no cumple con sus obligaciones laborales hacia sus trabajadores.

Así que, racionalmente, acepto la frase y lo que esta da a entender. Emocionalmente, sigo sintiéndome incómodo con ella y, cada vez que la leo, alguien dentro de mí se pone en pie y grita «¡Vasallo lo será tu padre, cabrón de mierda!». Qué le vamos a hacer.

***

Me pasa algo parecido (o quizá peor) con un pasaje de los Evangelios. Está en Mateo, en el capítulo 25, y es una de las parábolas que cuenta Jesús y que es como sigue:

Un hombre llamó a sus siervos y les entregó sus bienes. A uno dio cinco talentos, y a otro dos, y a otro uno, a cada uno conforme a su capacidad. El que había recibido cinco talentos fue y negoció con ellos, y ganó otros cinco talentos. Asimismo el que había recibido dos, ganó también otros dos. Pero el que había recibido uno fue y cavó en la tierra, y escondió el dinero de su señor.

Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos. Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo:

—Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobre ellos.

Y su señor le dijo:

—Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor.

Llegando también el que había recibido dos talentos, dijo:

—Señor, dos talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros dos talentos sobre ellos.

Su señor le dijo:

—Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor.

Pero llegando también el que había recibido un talento, dijo:

—Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo.

Cuando me leyeron esa parábola por primera vez (¿en misa, en alguna clase de religión?, no lo recuerdo, pero fue siendo niño) mi reacción fue pensar que, en efecto, ese era un tipo listo. Que a ver por qué coño el amo no ponía a trabajar él mismo su dinero, en vez de aprovecharse del esfuerzo de sus siervos.

Así que imaginaréis mi sorpresa cuando oigo el final de la historia:

Respondiendo su señor, le dijo:

—Siervo malo y negligente, sabías que siego donde no sembré, y que recojo donde no esparcí. Por tanto, debías haber dado mi dinero a los banqueros, y al venir yo, hubiera recibido lo que es mío con los intereses. Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene diez talentos.

La moraleja de la historia es que nacemos con ciertos dones, o con cierto potencial, y que es nuestra responsabilidad desarrollar tal potencial lo máximo posible dentro de nuestras capacidades. Perfecto. Mi problema con la parábola, como ya habréis supuesto, no es lo que quiere expresar, sino que el ejemplo elegido para expresarlo nos presenta un sistema donde se ve como algo perfectamente natural que alguien que no da palo al agua se aproveche del trabajo de los demás. Recordemos que el texto bíblico dice «siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste», es decir que obtienes beneficios a partir del trabajo ajeno mientras te tocas los huevos a dos manos. El amo, a quien va dirigida esa frase, no solo no la niega, sino que la confirma: «sabías que siego donde no sembré, y que recojo donde no esparcí». O sea:

—Que sí, que soy un puto parásito. Pero como tengo poder sobre ti, te jodes y así queda la cosa. A la puta calle con esté cabrón que, por otro lado, no me ha robado nada, pero no se deja explotar.

Evidentemente, en mi tierna infancia no articulaba mi pensamiento de ese modo, pero la sensación de extremo rechazo ante la parábola fue la misma que siento hoy en día: el amo era injusto y el siervo que se había negado a multiplicar el talento del amo era el que había hecho lo correcto.

Como en el ejemplo anterior, hay que contextualizar y pensar en cómo era la sociedad que alumbró los Evangelios.

Sí, pero…

La frase del Cid me molesta, pero la contextualizo sin problemas y acepto su sentido. Me cuesta mucho más trabajo hacer lo mismo con la parábola bíblica.

¿Por qué?

El Cantar del Cid es una obra laica, un trabajo de ficción, por más que esté inspirado en hechos y personajes históricos. Es una obra humana escrita en una sociedad concreta y, como tal, está sometida a los parámetros ideológicos de esa sociedad.

Y los Evangelios también, me diréis.

Sí, pero…

Si quienes leéis esto sois creyentes, debéis considerar los Evangelios como algo más que una simple obra humana. Son la palabra de Dios. Son la verdad que Dios decidió transmitir a ciertos humanos a los que tocó con su gracia para que a su vez la transmitieran al resto del mundo. Es más, se supone que, cuando habla Jesús en los Evangelios, estos transmiten con fidelidad sus palabras. Y Jesús es Dios (o un tercio de Dios, al menos). Un humano puede estar sometido a los parámetros ideológicos de su lugar y su época, pero Dios por fuerza tiene que ver que el mensaje que intenta transmitir (positivo, seguro) está envuelto en un ropaje que justifica y encuentra como normal la explotación de unas personas por otras y que castiga a quien se niega a ser explotado.

¿No debería tener Dios un poquitín más de cuidado a la hora de elegir la historia que transmita su mensaje y no andar por ahí perpetuando estereotipos de explotación laboral?

Que me desagradase la idea de señores y vasallos no hizo que dejase de disfrutar del Cantar del Cid. No hace falta compartir la ideología de una obra de ficción para disfrutarla.

Pero la Biblia no pretende ser una obra de ficción. Se supone que los Evangelios están construyendo un sistema ético. Así que…

***

¿Dónde quiero llegar con esto? Ni idea, la verdad. Al leer hoy la frase del Cid, pensé en por qué me había molestado siempre y eso me llevó a pensar en la parábola de los talentos. No tengo muy claro con qué propósito, pero me puse a darle vueltas al asunto y… bueno, el resultado lo habéis leído ahora mismo.

Si lo pienso un poco es posible que estos dos ejemplos sean los casos más tempranos que recuerdo (el de los talentos sucedió siendo niño, el del Cid cuando era adolescente) de mi sempiterna desconfianza y rechazo hacia la autoridad, algo que no me ha abandonado desde entonces.

Al fin y al cabo, me declaré anarquista a los quince años. (Y cuando digo «me declaré» quiero decir que lo proclamé en mitad de una clase, seguro en mi arrogancia juvenil de que mi ideología por fuerza tenía que interesarles a mis compañeros de clase… y seguramente al mundo entero). Y en todo este tiempo no solo no he encontrado motivo alguno para cambiar de pensamiento, sino que cada vez que he tenido algún encuentro con la autoridad, ya fuese en mi vida privada, ya en la laboral (mejor no me hacéis hablar de la laboral), mi ideología se ha reforzado.

Así que por recapitular: ¡Vasallo lo será tu padre, cabrón, y vete a explotar otro, parásito de los cojones!

Buenas noches y buena suerte y todo eso.