En un comentario a uno de sus primeros relatos publicados, «La amenaza de Calisto», Isaac Asimov se lamentaba de haberle puesto atmósfera respirable a la luna de Júpiter. Decía que, a pesar de tener los suficientes conocimientos científicos para saber que eso no era cierto, se dejó llevar por los clichés de la literatura pulp, porque eso resultaba más cómodo.
Si repaso lo que he publicado desde 1989 hasta, digamos, 2018, momento en que empiezo a escribir El hueco al final del mundo, me doy cuenta de que eso me ha pasado a menudo a lo largo de mi obra literaria. No en temas científicos, como en el caso de Asimov, sino más bien a la hora de construir ciertos personajes o usar determinados tropos para hacer la trama más interesante.
Si hubiera sido un poco menos cómodo y algo más reflexivo, si no me hubiese dejado llevar por ciertos lugares comunes (buena parte de ellos, inconscientes) creo que mis novelas habrían sido más complejas y con una textura más rica, quizá más plausibles.
Y me da rabia. Sí, llorar por la leche derramada, como dicen los ingleses, es una tontería, pero también resulta inevitable. Sobre todo porque mi caída en esos clichés no fue debida al desconocimiento, que podría ser hasta disculpable, sino a la pura comodidad, a la pereza que me llevó a no tomarme unos minutos para reflexionar un poco.
A no prestar atención.
Tan sencillo como eso.
No voy a hacer un repaso exhaustivo por los clichés (no todos ellos sexistas, pero sí unos cuantos, como varias mujeres en neveras y alguna que otra mujer-trofeo) que se pueden encontrar en mis novelas pero en buena parte de mi obra anterior a 2010 hay unos cuantos ejemplos. Me digo a mí mismo que no son muchos (aunque, ¿qué es «muchos» en ese contexto? A lo mejor uno ya es demasiado) y que, para compensar, he creado personajes femeninos complejos y creíbles, que no necesitan validación externa y que no funcionan como un elemento para ayudar a avanzar la trama del protagonista masculino o una recompensa para el héroe si este triunfa. Pero eso no cambia el hecho de que lo otro también está allí.
O, por tocar otro tema, si repasamos mi ciencia ficción de los años noventa, mi Ciclo de Drímar, veréis que allí desarrollo una civilización humana a nivel galáctico donde casi no hay personajes LGBTQ. ¿Era tan tonto que de verdad me creía que solo los cishetero iban a colonizar la galaxia? Claro que no. Ni siquiera puedo usar la excusa de que en mi burbuja vital no había personas LGBTQ, dado que una parte importante de mis amigos lo eran.
Simplemente me dejé llevar por lo más fácil, lo más cercano y lo más cómodo; y no arriesgué.
Lo cual, cuando te dedicas a la ciencia ficción, literatura especulativa por excelencia, tiene incluso más delito. ¿Eres capaz de pararte a pensar en cómo sería un alienígena multiforme o una inteligencia artificial consciente y ni siquiera puedes crear un personaje humano que no tenga tu misma identidad y orientación sexual? Venga, compañero, háztelo mirar.
Determinadas circunstancias personales en los quince o veinte últimos años han ido contribuyendo a que sea más consciente de esas cosas y que tenga más cuidado para no caer en ellas. Ha sido un proceso gradual en el que tanto mi anterior pareja, Marisa Cuesta, como la actual, Felicidad Martínez, han tenido mucho que ver, no tanto porque hayan podido modificar mi pensamiento sobre el mundo (que sin duda también, como supongo que yo he contribuido a modificar el suyo) sino por enseñarme a mirar más allá de lo obvio y no dar ciertas cosas por sentado… Actitud que estaba convencido de que guiaba mi comportamiento en casi todos los terrenos, pero que en algunos de ellos tenía varios puntos ciegos bastante grandes.
Mi forma de pensar sobre temas como el feminismo, la diversidad sexual y de género o la pluralidad étnica no ha variado de forma sustancial en las últimas tres o cuatro décadas. Se ha ido matizando a medida que tenía más información y seguramente he aprendido a profundizar más en ciertas cuestiones, pero en lo básico he tenido claras las cosas desde muy joven.
El mayor cambio que ha sufrido mi actitud, si pienso en ello, ha sido sobre todo una cuestión de «fijarme», por llamarlo de algún modo, de prestar atención y escuchar, de pararme unos segundos a pensar y considerar ciertas cuestiones y observar con ojo crítico lo que me rodea. Y hacerlo especialmente con todo aquello que en circunstancias ordinarias me resulta invisible porque, a causa de mi posición privilegiada como tío blanco cishetero, nunca me ha afectado lo suficiente para percibirlo. De no limitarme a ver lo que espero encontrar, y tratar de contemplar lo que hay realmente.
La primera novela donde los resultados de eso empiezan a percibirse es, en 2009, El adepto de la Reina. Lo cual es en extremo paradójico, porque también es aquella en la que muchos de esos clichés están llevados al extremo. Al mismo tiempo, hay ciertos momentos en la novela que intentan huir de esos estereotipos y presentar normalizadas determinadas situaciones y relaciones.
En cierto modo la novela es un pivote. Y funciona al mismo tiempo como culminación (incluso llevada a la exageración) de una cierta forma de hacer las cosas y primer paso en el camino hacia otra a mi entender mejor y que produce mejores resultados literarios y texturas narrativas más ricas e interesantes. Ese proceso de huida de estereotipos tóxicos continúa en los distintos libros de la serie, tanto con determinados personajes humanos, incluido el propio protagonista, como con la especulación sobre la fluidez de géneros que asoma en los carneútiles, especialmente en La sombra del adepto, la última novela.
Las astillas de Yavé, un thriller sobrenatural que se ambienta, como todo mi ciclo de la Ciudad, en una especie de «versión mágica» de Gijón, es un paso más en ese camino, y confieso que es una de las novelas de las que estoy más orgulloso, por diversos motivos.
Algunos de esos motivos tienen que ver con que, siendo mi novela con una trama más cercana al mainstream realista (es fundamentalmente un thriller en el que los elementos sobrenaturales van asomando muy poco a poco), también es, al mismo tiempo, la más petada de referencias friquis de todo pelaje, hasta el extremo de que podría llegar a considerarse un catálogo de mis principales fetiches de la cultura popular.
Aunque lo que más me gusta es Uve, la protagonista y narradora de la novela. En buena medida, supongo, porque tiene un sentido del humor tan deplorable como el mío. Haber usado su propia voz para contar la historia y ver el mundo como ella lo veía fue un proceso fascinante. No era la primera vez que intentaba algo así (pienso en la Cara de «Este relámpago, esta locura», por ejemplo), pero sí que fue la primera que lo hice con ese grado de implicación y durante toda la historia.
Cuando, allá por setiembre de 2018 empecé a jugar con la idea de escribir lo que luego sería El hueco al final del mundo tenía claras muy pocas cosas. La primera y fundamental fue que quería que fuese mi novela más ambiciosa; si me estrellaba, que fuese por apuntar demasiado alto, nunca por lo contrario.
Eso tenía varias implicaciones; una de ellas, que tuve clara desde el primer momento, fue que iba a intentar crear una historia lo más diversa posible en todos los aspectos. No tengo la menor idea de si he tenido éxito. La respuesta del público que ha leído los dos primeros volúmenes, los únicos publicados en el momento que escribo estas líneas, es positiva en ese sentido, así que supongo que no lo estoy haciendo mal del todo, pero confieso que no las tengo todas conmigo. Al fin y al cabo, cuando en el pasado caía en lugares comunes, no era consciente de ello y tenía la sensación de estar haciéndolo de maravilla. ¿Cómo sé que no me está pasando de nuevo y que dentro de unos años miraré lo que he escrito ahora y lo encontraré facilón y estereotipado?
Ni idea, la verdad. En serio, ni la menor idea.
El tiempo lo dirá, imagino.