Hace poco, uno de mis contactos en Facebook, el escritor asturiano Héctor Pérez Iglesias, comentaba la reciente salida de su poemario Horizonte de Socesos, publicado por Ediciones Trabe.
Eso me trajo a la memoria el ciclo de relatos que escribí en los año 90 y que agrupé bajo el mismo título (pero en castellano). Me di cuenta de que, cuando repasaba mi carrera, casi nunca hablaba de esos siete cuentos, pese a que fueron importantes en su momento. Por un lado obtuve mi primer Premio Ignotus con uno de ellos; por el otro, en un periodo de sequía literaria que coincidió (y no es casual) con la Mili, fueron lo único que logré escribir y lo poco que me sacó de la monotonía burocrática de mi vida como escribiente en una compañía de fusileros del Ejército de Tierra.
Aunque realicé una edición en ebook de los relatos allá por 2011, lo cierto es que no puse mucho interés en ella. Y jamás he incluido ninguno de ellos en mis recopilaciones de cuentos (salvo en la primera, de 2005, y ya ha llovido).
Así que era de justicia preparar una nueva edición.
Mientras esta se va ultimando poco a poco, presento aquí un extracto del comentario que he añadido al final del libro.
Sería inútil negar que el modelo más evidente para los siete relatos que he agrupado bajo el título genérico de Horizonte de sucesos son los Cuentos de la taberna del ciervo blanco, de Arthur C. Clarke. Más inútil aún sería tratar de ocultar mi gusto por el ciclo de los Viudos Negros, de Isaac Asimov, o mi fascinación por el plausibilísimo embustero Trafalgar Medrano, inmortalizado por la gran Angélica Gorodischer.
Y sí, es cierto que tenía todo eso en mente cuando me senté a escribir los primeros cuentos de Horizonte de sucesos: la atmósfera general debía tanto a Clarke como a Asimov, y la personalidad del luego llamado Narrador Inverosímil estaba sin duda en deuda con Gorodischer.
Creo que fue la primera vez desde que había empezado a escribir relatos cortos que me sentí realmente cómodo, en un territorio del que conocía las reglas y en un lugar familiar. Si alguna vez la expresión «el cuento se escribió solo» ha tenido algún sentido ha sido precisamente con estas historias. Tuve alguna dificultad con el primero y el segundo, no porque no tuviera clara la trama sino porque en estos dos relatos fue donde se estableció la atmósfera, el tono general y la actitud de cada uno de los personajes. A partir de ahí bastaba con que alguien me soltara una frase mínimamente intrigante para que el proceso se desencadenara por sí mismo y los cuatro personajes empezaran a conspirar en busca de una nueva historia.
Y es que casi todos estos relatos surgieron de sugerencias involuntarias realizadas por otras personas. Una frase, una pregunta, un chascarrillo al que pudiera encontrarle un lado más o menos científico y, ¡zas!, ahí estaba el embrión para un nuevo encuentro con el Narrador Inverosímil y su cautiva audiencia.
El primer cuento vino de una reflexión propia. sobre la invisibilidad, pero el segundo surgió cuando varios amigos hablábamos de los videntes y precognitores y nos preguntamos si cabía la posibilidad real de que no fuesen unos charlatanes y pudieran de algún modo tener un auténtico atisbo del futuro. ¿Permitía la ciencia algo así?, nos preguntamos. «Por delante de su tiempo» fue mi respuesta.
El tercer relato vino de una conversación en la que alguien sugirió la posibilidad de escribir una historia que fuera un palíndromo (algo que se ha hecho en realidad, por otro lado); decidí llevar la idea algo más lejos.
El cuarto se gestó en una discusión en el que alguien mencionó los campos de fuerza típicos de las películas de ciencia ficción y se preguntó cómo se las apañaba la gente para oír o ver lo que había al otro lado, si el campo es siempre impenetrable a todo, incluidas las ondas sonoras o de luz. Y tal a vez a algo más, me dije.
El quinto vino mientras comentábamos una noticia sobre los descubrimientos de Smoot (os recuerdo que esto pasó en 1992) que me trajo a la memoria una frase de Stephen Hawking en la que este afirmaba que quizá en el Big Bang no hubo una singularidad, como siempre se ha creído. Si no la hubo, ¿es posible que exista radiación de fondo anterior a la Gran Explosión que creó nuestro universo? ¿Y qué información puede haber en esa radiación?
El sexto, lógicamente, surgió de una charla sobre la que entonces era la última película de Star Trek, Aquel país desconocido, y de los transportadores de materia, elemento clave en la franquicia… especialmente cuando funcionan mal, que es un alarmante porcentaje de los casos.
En cuanto el último, terminó apareciendo de un modo casi inevitable, como conclusión del ciclo.
Los cuentos fueron publicados todos ellos (salvo el último, que uno de los editores no encontró a la altura de sus estándares de calidad) en la revista no profesional BEM. Nunca tuve demasiado feedback por parte de los lectores sobre estos cuentos y siempre me pareció que pasaban injustamente desapercibidos. Asumí lógicamente que los chicos de BEM, por otro lado, los apreciaban, o no habrían publicado en su revista la serie (casi) íntegra.
Sí tuve un poco de feedback de algún lector. Alguien se me acercó un día en una convención de ciencia ficción y, sin que viniera cuento, me soltó con contundencia que esos relatos me los publicaban por puro amiguismo, visto que eran una mierda.
No diré el nombre del individuo en cuestión. El comentario no me sentó bien, evidentemente. No tanto porque el tipo pensase que los cuentos eran malos (por mucho que me jodiera, estaba en su derecho a pensarlo y a expresar esa opinión) como esa idea de que me los habían publicado porque los editores eran amiguetes.
En su mente de ameba (sé lo que me digo: he podido asistir a la trayectoria de esa persona en los últimos treinta años de joven un poco faltón a señor maduro profundamente imbécil) no había otra posibilidad, al parecer. El hecho de que otras personas no compartieran sus gustos personales no cabía en la ecuación. Y, por lo visto, se sentía en la urgente necesidad de hacérmelo saber, porque fue prácticamente lo primero que me dijo cuando nos vimos.
Para compensar, un par de días más tarde y en la misma convención, se me acercó César Mallorquí, un escritor del que había leído un puñado de relatos cojonudos que me habían llenado de una envida furibunda. César me felicitó por mi serie. Yo, aún bajo los efectos del comentario demoledor de la otra persona, le pregunté con cierta incredulidad si le gustaba. Me respondió que los cuentos en sí no estaban mal, pero que sobre todo le había llamado la atención lo bien que escribía, con una profesionalidad sorprendente.
Aquello, como podréis suponer, borró todo rastro del bajón que el comentario del otro individuo me pudiese haber causado.
En cualquier caso, supongo que hubo el número suficiente de personas a las que les gustó el ciclo de Horizonte de sucesos, al menos para que «Castillos en el aire» se llevará el premio Ignotus al mejor cuento en el año 1995.
Ese año fue bastante importante para mí. Podríamos decir que fue el momento en que los largos años de trabajo empezaron a dar por fin sus frutos. Junto al premio Ignotus habría que mencionar la publicación de mi primera novela, La sonrisa del gato, y el haber ganado el Asturias de Novela con La sabiduría de los muertos, mi primera novela de Sherlock Holmes.
Desde entonces… iba a decir que nada volvería a ser lo mismo. No es cierto. Las cosas no cambiaron; o, de hacerlo, fue de un modo paulatino. Pero algo hizo clic ese año, sin la menor duda.
***
¿El balance final de estos cuentos? Bueno, positivo. Pero si lo pienso un poco, el balance de cualquier cosa que haya escrito es siempre positivo. No importa lo malo que sea, o el poco éxito que haya tenido. Cada línea que escribo es útil, parte de un proceso de aprendizaje que, en realidad, no termina nunca.
Incluso teniendo eso en cuenta, me alegro de haber escrito estos relatos. No son gran cosa, cierto: pequeñas historias-enigma que juegan con algunas ideas (espero que interesantes) y que intentan crear una atmósfera. Es lo más parecido a la ciencia ficción dura que he escrito nunca y, en ese aspecto, me siento bastante satisfecho del modo en que integré ideas científicas reales (o al menos especulaciones basadas en ciencia real) en una estructura narrativa.
En cuanto a los personajes, me gustan los cuatro. Me gusta, por supuesto, el Narrador Inverosímil, pero también los demás: ese trasunto mío que es quien cuenta los cuentos, al igual que los otros dos, ligeramente inspirados en Javier Cuevas y Pedro Jorge Romero. De hecho, fue Pedro quien me soltó uno de los mayores cumplidos que se me han hecho como escritor. Tras leer «Por delante de su tiempo», el segundo de los relatos, me dijo que le había pillado el tranquillo a su personaje a la perfección.
Lo más curioso de esta serie quizá sea que la escribí casi íntegramente mientras estaba haciendo la mili. Salvo los dos primeros cuentos, el resto fueron escritos durante mi estancia en el Ejército de Tierra (ya sabéis: «yo serví en la Infantería / donde sirven los valientes: / con una birra en la mano / y un canuto entre los dientes») y, de hecho, fueron prácticamente lo único que escribí en aquellos nueve meses.
Ahora, cuando reviso estos relatos que tienen casi treinta años a sus espaldas me pregunto qué queda aún de aquel joven que se acercaba a la treintena y estaba rabiosamente hambriento por publicar: lo que fuera, donde fuera.
Más de lo que creo, seguramente.