Decía Umberto Eco que el escritor debería morirse tras terminar su obra, para allanarle el camino al texto. Y, por otra parte, no cabe duda de que a menudo es el autor el menos capacitado para analizar su propia obra. Al fin y al cabo, hablamos de alguien que sabe lo que quería poner en el texto y eso, a menudo, puede cegarlo y no permitirle ver lo que realmente puso.
Por no mencionar todo aquello de lo que el autor no es consciente que está poniendo en el texto que escribe. ¿Sabía yo, al embarcarme en La sonrisa del gato, que estaba siguiendo en cierta medida el modelo narrativo de El jinete en la onda del shock de John Brunner? No, ni idea, y no fui capaz de verlo hasta que una lectora (con la que me acabé casando, pero eso es otra historia) me lo apuntó durante la presentación de la novela en Cádiz en 1995. ¿Me di cuenta de que la Peonza, el lugar donde se desarrolla la acción, se parecía sospechosamente a Bespin, la ciudad de Lando Calrissian en El imperio contraataca, o de que el cilindro axial por donde Memo navega con su alatraje era en realidad el lugar donde Darth Vader le había cortado la mano a su hijo? Ni por asomo. Y pasaron años antes de que cayera en algo tan evidente como eso.
Así, pues, ¿cómo puedo saber todo lo que puse en la novela y que no era consciente de estar poniendo? Es más, ¿cómo voy a saber todo lo que no puse pero permitía interpretaciones —tan legítimas como las mías— totalmente inesperadas?
Imposible, por supuesto.
Una vez reconocida la imposibilidad de la tarea, ya podemos descansar más tranquilos y seguir adelante.
¿Qué puedo contar de La sonrisa del gato? Algunas cosas. ¿Tienen algún interés? Quizá. Espero que sí, en todo caso.
Puedo hablar de lo que había en mi mente consciente durante su génesis y desarrollo y explicar mi visión actual de cómo todo aquello pasó al papel. Puedo describir el grado de satisfacción que hoy, a más de veinticinco años de su concepción, siento cuando me acerco de nuevo al texto. De hasta qué punto me sigo reconociendo en él, de los fallos y aciertos que le encuentro.
¿Es eso útil? Bueno, no soy yo quien lo tiene que decidir, afortunadamente, sino vosotros que estáis leyendo esto.
El chispazo inicial de La sonrisa del gato fue la lectura de un relato cyberpunk titulado «Paseaperros». Me gustó el ambiente que se describía en ese cuento, y me gustó su narrador.
Sí, el autor del relato era Orson Scott Card. A la luz de determinados acontecimientos recientes me pregunto qué habría pasado si en aquella época hubiese conocido mejor el pensamiento y el comportamiento de Card. ¿Habría leído sus relatos de todos modos? De ser la respuesta negativa, ¿qué novela habría escrito en lugar de La sonrisa del gato? ¿Cómo habría sido? ¿En qué se le habría parecido y en qué habría sido distinta?
Seguro que todas esas preguntas tienen respuesta en Tierra-7, a no mucha distancia de esta, tal como se miden esas cosas en el multiverso.
Pero aquí, en Tierra-1, leí el relato, me influyó y dio origen a La sonrisa del gato. No a otra novela.
Y descubrí que, pese a lo que llevaba años diciendo, me apetecía hacer algo que fuera cyberpunk. Me había pasado un tiempo despotricando sobre esa corriente de la ciencia ficción, calificando sus innovaciones de puramente cosméticas y diciendo que ya no tenía nada que ofrecer, que estaba muerta.
De hecho, en una entrevista conjunta que nos habían hecho a Domingo Santos y a mí para la televisión local de Gijón (¿alguien se acuerda ya de las cadenas locales de televisión? ¿O de las cadenas de televisión, directamente?), cuando nos preguntaron si había algún autor español cyberpunk, yo dije que no conocía ninguno y Domingo afirmó que no lo había y que, de haberlo, prefería no conocerlo.
Hablad de justicia poética, si queréis. Pocos meses después de aquella entrevista allí estaba yo, empezando lo que podía ser una novela (aunque en aquel momento no tenía muy clara su longitud) encuadrada precisamente en ese subgénero.
Bueno, nunca me he distinguido por mi coherencia personal. A estas alturas de mi vida no me preocupa gran cosa. Creo recordar que en aquella época, al borde de los treinta años, tal vez me importaba un poco. Pero diría que no mucho, en todo caso.
En aquel momento lo que tenía era el personaje de Memo y la idea de contar toda la historia a través de flashbacks, alternando el presente del relato (un interrogatorio a ese personaje) con el pasado (una narración omnisciente en tercera persona).
También tenía claro que había que desarrollar una jerga para toda la parafernalia tecnológica y virtual de la novela. Pero, ¿cuál? Como hago a menudo, improvisé sobre la marcha. El resultado era fácil de prever. Llevaba un tiempo estudiando informática y orientado al COBOL (que no tardaría en convertirse en mi profesión durante los siguientes veinticinco años) así que era inevitable que casi toda la jerga que desarrollé para la novela tuviera su origen en palabras reservadas de COBOL, o en el tipo de mensajes que daba un compilador tras analizar un programa y obtener errores. Pan comido.
Luego vino la historia. Que no sabía muy bien cuál iba a ser.
Porque, como me sucede a menudo, cuando empecé a escribir no tenía historia alguna. Tenía un personaje, un escenario (una estación espacial con forma de peonza) y una situación de arranque, pero nada más.
Hice lo que suelo hacer: escribir a ver qué pasaba. Tras eso, me detuve y volví sobre mis pasos. O, en otras palabras, releí lo que había escrito. No era mucho. Por lo que recuerdo ahora, poco más de veinte páginas, tal vez dos o tres capítulos.
Viendo lo que había improvisado fui… descubriendo, en cierto modo, lo que iba a pasar. La pequeña historia que había pergeñado me daba las pistas sobre por dónde podría seguir el asunto. Así, en un par de días, la trama básica, el esqueleto argumental estaba bastante claro. Ahora era cuestión de ir llenándolo de carne y músculos y cubrirlo de piel.
Ambienté la historia en Drímar por pura inercia. Era el universo referencial que había inventado a mediados de los ochenta y casi toda la ciencia ficción que escribía acababa encontrando alojamiento en él. Así que aquella novela (de la que aún no tenía el título) también podía encajar en Drímar, ¿por qué no?
Eso me venía de perlas. Unos años atrás había escrito una novela corta con la que había quedado finalista del UPC y que aún estaba inédita que se llamaba «Los celos de Dios». Y alguno de sus conceptos y parte del trasfondo me encajaban bastante bien en la trama de intriga y espionaje que estaba desarrollando ahora. Así que fue inevitable que los aprovechara y que, en cierto modo, continuase en parte la historia que había empezado a contar en «Los celos de Dios».
Entretanto, llegó el momento en que uno de los personajes de la novela se conectaba al ciberespacio (al que llamé «esfera de datos», siguiendo la terminología que Dan Simmons había inventado en Hyperion, si no recuerdo mal) y, mientras escribía esa parte fui, una vez más, improvisando sobre la marcha cómo iba a ser aquel paisaje digital. De pronto, vi claro que la Inteligencia Artificial con la que contactaba el personaje iba a verse como una enorme sonrisa erizada de dientes. De ahí a pensar en el gato de Cheshire, sólo había un paso. Y a partir de ese momento, el título fue inevitable.
Entretanto, la novela seguía. Tenía bastante claro el esqueleto argumental, como he dicho. O, por usar una metáfora distinta, sabía el destino en que desembocaba la historia, cuál iba a ser el final del viaje.
Sin embargo, soy un escritor de brújula, no de mapa. Eso significa que sé de dónde parto y hacia dónde quiero ir y tengo una idea bastante clara de la dirección que voy a seguir. Pero no sé qué me voy a encontrar a lo largo del camino.
Memo y Chandler, los dos personajes principales, están escapando. Necesitan ayuda y quien les ayude debe ser, por pura necesidad argumental, un hacker. Improviso rápidamente el personaje, lo llamo Vaquero en un homenaje muy evidente a William Gibson y lo hago aparecer como un tipo que habla de un modo más bien pedante, tocado con un sombrero Stetson y con el cuerpo cubierto por un guardapolvo. Nada del otro mundo, un personaje secundario: entra en escena, hace lo que tiene que hacer y se va sin más.
Sólo que no fue así.
Descubrí que Vaquero me caía bien. Me caía muy bien, de hecho. Así que no pude por menos que hacerlo aparecer más adelante para que ayudara otra vez a los dos protagonistas. Eso no fue todo. Unos meses después de terminar La sonrisa del gato empecé a escribir una novela corta titulada «Un jinete solitario». Era la historia de Vaquero antes de los acontecimientos ocurridos en la novela.
Así, un personaje diseñado como un mero comparsa, casi un extra, acabó ganándose un puesto importante en mi narrativa. Todo eso sin que yo lo decidiera. Bueno, claro que lo decidí. Pero no hubo ningún elemento consciente en todo el proceso: simplemente, a medida que lo creaba fue ganando consistencia y fue volviéndose más atractivo, hasta el extremo de que no me quedó más remedio que usarlo de nuevo.
Escribir La sonrisa del gato no me llevó mucho tiempo. Si consulto mis notas veo que fue escrita entre setiembre y noviembre de 1994. Tres meses. Menos, en realidad. La historia casi se escribía sola: una vez encarrilada la situación y definidos los personajes principales, era cuestión de dejarse llevar y, de vez en cuando, empujarlos en la dirección correcta.
Desde entonces, han pasado más de veintinco años. Quiero creer (pero quién sabe, quizá me equivoco) que algo he aprendido desde entonces y que he escrito alguna que otra novela mejor en este tiempo. Aunque hay quien dice que no.
Si la hubiera escrito hoy, tal vez sería una novela más larga. Y quizá eso sería un error. La sonrisa del gato funciona, entre otras cosas, por su ritmo, su cadencia de respiración, que lleva al lector sin dificultad de un lado a otro de la historia. Hacer una novela más larga y no perder ese ritmo en el proceso creo que me resultaría difícil.
Claro, ahora le veo las costuras. Los lugares en los que conté demasiado o demasiado poco. Las cosas que no supe dejar claras. Los momentos que parecían fruto del autor sacándose un oportuno conejo de una no menos oportuna chistera. Pero, pese a todo, me sigue funcionando. La releo y me reconozco en ella, reconozco mis obsesiones narrativas y vitales, mi forma de contar, las cosas que me preocupan y me interesan. La historia me lleva sin problemas y, mientras la estoy leyendo, me la creo. Y, sobre todo, me sigue gustando el final. Ese momento en el que Memo vuelve a la Peonza, hace lo que tiene que hacer y se sienta a esperar qué pasa, sin saber realmente qué le deparará el futuro.
Tampoco yo lo sabía entonces. Y, en realidad, no importaba: el final natural de la historia era ése. Lo que importaba no era si Memo conseguía vengarse de Cheshire o fracasaba, sino el hecho en sí de que volvía para vengarse. Lo que pasase a partir de ahí, no me interesaba como escritor.
Podría contar mucho más; seguramente. Podría escarbar en la memoria y arañar alguna que otra anécdota sobre su creación, o la acogida que tuvo. Que aún hoy siga siendo una novela recordada con cariño por un importante sector de los aficionados españoles a la ciencia ficción creo que dice bastante.
Fue mi primera novela publicada. Mi primer hijo adulto, podríamos decir. Escrita por un tipo que no soy exactamente yo mismo, pero lo fue en cierta época. Lo bastante cercano a mí, en todo caso, para reconocerme en ella y sentirme moderadamente orgulloso de haberla escrito.
No hace mucho que volví sobre el texto. Me pasó buena parte de 2020 revisando mi antigua obra en busca de versiones definitivas, y una de las cosas que surgió de ahí fue Yggdrasil, un fix-up (aunque prefiero el término «novela episódica») de algo más de 800 páginas, que incorpora la parte más espacial, por así decir, de mi Ciclo de Drímar.
En él se incluyen las novelas cortas «Los celos de Dios», «Este relámpago, esta locura», «Bifrost» y «Un jinete solitario», además de la novelas Jormungand y, por supuesto, La sonrisa del gato. Hay una historia puente que srive como arco argumental común y argamasa narrativa, que es lo que transforma todas esa historias en origen independientes (aunque ambientadas en el mismo escenario) en una especie de novela.
Estoy bastante satisfecho con el resultado. El proceso que llevó a él supuso una profunda revisión de los textos originales y, en algunos casos, como en Jormungand, una poda importante de casi 40.000 palabras. Descubrí con cierta sorpresa que La sonrisa del gato apenas necesitaba retoques. Un pequeño pulido de estilo y alguna ligera modificación de alguna situación o un personaje, pero en general me funcionaba estupendamente como estaba.
Ahí está ahora, como parte de ese libro que, como he dicho, se llama Yggdrasil y que ha sido publicado en un solo volumen en ebook y en dos en papel. Es, o así lo considero, la versión definitiva de esa parte de mi ciclo de Drímar.