300 (y hablo tanto del cómic de Frank Miller como de la película de Zack Snyder) no es ni ha pretendido ser jamás una representación realista y fidedigna de lo ocurrido en las Termópilas.

Cómic y película tienen un narrador. Y no es un narrador en tercera persona al que podemos suponerle una visión objetiva de los hechos (aunque incluso eso es muy discutible y matizable), sino un narrador que habla, discursea y ofrece cada poco sus opiniones, las hayamos pedido o no. Un narrador que matiza e interpreta lo que vemos en la pantalla o en la página y que tiene un punto de vista claramente pro espartano. Un narrador que, lo descubrimos al final, es uno de los supervivientes de las Termópilas y está en Platea poco antes de la batalla contándoles o otros griegos la historia. Y no la cuenta para que la verdad quede fijada en la memoria de los hombres; la cuenta, como queda claro al leer el cómic o ver la película, para enardecer los ánimos, hacer hervir el espíritu guerrero y fortalecer los deseos de los griegos de defender hasta su último aliento su tierra contra el invasor persa.

Es, pues, un narrador interesado que magnifica, distorsiona y retuerce la verdad a su antojo cuando conviene a sus propósitos. Y si tiene que sacarse del coleto unos cuantos monstruos terribles o convertir en criaturas sanguinarias y no humanas a las tropas de élite del enemigo o multiplicar por cuatro mil el tamaño de la flota persa, lo hace sin que le tiemble el pulso.

Todos tenemos algún conocido así, que cada vez que cuenta una historia la «embellece» y la adorna de detalles que aquellos que estábamos presentes cuando sucedió no recordamos que hayan pasado. Y a veces las cuentan tan bien que, aunque sabemos que no sucedió así, casi llegamos a creernos que sí.

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Shakespeare in love no pretende ser históricamente rigurosa, como salta a la vista gracias al diseño de producción y vestuario, donde partiendo de la moda isabelina se crea ropa que en realidad tiene un diseño claramente moderno. Y por supuesto que está llena de anacronismos flagrantes; no se trata de un error de ambientación, sino de un recurso narrativo. Porque el anacronismo deliberado puede ser (y lo es a menudo) una herramienta narrativa perfectamente válida, un recurso para producir extrañeza o causar hilaridad. Y para, en suma, cumplir la función de toda narrativa de ser un espejo deformante en el que nos reflejamos los espectadores o lectores.

Por eso Shakespeare va a una especie de psicoanalista que usa imágenes freudianas. Por eso la película está trufada de referencias a la polémica sobre la verdadera autoría de las obras de Shakespeare (polémica que, obvio es decirlo, no existió en vida de este, que sepamos). Por eso está llena de detalles, diálogos y actitudes netamente contemporáneos. No es un error de ambientación. El autor del guion, Tom Stoppard, es uno de los mayores especialistas en Shakespeare (además de un excelente dramaturgo) y sabe perfectamente lo que está haciendo.

Básicamente, mintiendo para mostrar la verdad, como hace siempre la buena ficción.

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No, no pasa nada porque el rey de Navarra en la adaptación que hizo Kenneth Branagh de Mucho ruido y pocas nueces sea Denzel Washington y tenga por hermano en la ficción a Keanu Reeves. Porque, de nuevo, la película no pretende ser en ningún momento una representación fidedigna de un lugar y una época.

Desde el primer minuto de metraje queda claro que estamos ante una fantasía. Y de nuevo el diseño de vestuario (más cerca del siglo XIX y del XX que de la Edad Media) lo deja claro con contundencia. No estamos en la Navarra medieval por mucho que así se proclame una y otra vez. Estamos ante una fantasía que utiliza ciertos elementos de ambientación histórica como le sale absolutamente de las narices.

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Esta tres obras son solo unos ejemplos de películas que han sido criticadas por falta de rigor histórico en su ambientación. Hay muchas otras, como la Troya de Wolfgang Petersen, caso que me parece especialmente hilarante por cuanto es imposible pedir rigor histórico a un acontecimiento que, más o menos se sabe que sucedió, pero no se tiene la menor idea de cómo sucedió, se ignora con exactitud en qué momento (de hecho, por lo que se sabe, Troya fue atacada varias veces) y se desconoce del todo qué personajes concretos participaron en el asunto, no digamos ya cómo eran o qué les pasó.

En todo caso, es cierto. Esas películas, y otras, carecen de rigor histórico. Y están en su derecho.

Porque son ficción.

Y la ficción, por definición, es mentira. Aunque luego nos cuente verdades que quizá no queremos oír, pero eso es otra historia. Dumas se pasaba los acontecimientos históricos por el Arco de Triunfo, pero a nadie le importaba mientras sus novelas molasen. ¿Que el D’Artagnan histórico nunca llegó a conocer a Richelieu y a Luis XIII y sirvió siempre a Luis XIV y al cardenal Mazarino? Qué importa. El D’Artagnan ficticio es un personaje tan cojonudo, imbricado en una narración tan acojonante, que ha eclipsado por completo al histórico.

A nadie se le ocurre recomendar a Dumas como una fuente válida para obtener conocimientos históricos. Eso sería una estupidez. De gran tamaño.

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Esta pequeña reflexión viene a raíz del pequeño escándalo (la habitual tormenta en un vaso de agua, qué digo de agua, de chupito, magnificada por las redes sociales) sobre que se haya elegido a una actriz negra para interpretar a Ana Bolena, no sé si en una serie o una película. Confieso que no me interesa demasiado.

Viene, sobre todo, a raíz de algunas personas que aprovecharon la coyuntura para echarse las manos a la cabeza y, de paso, despotricar sobre supuestas ficciones que también le pegaron varias patadas, al parecer, a lo que dicen los libros de historia.

Concretamente, las tres ficciones que he comentado más arriba.

Lo… pintoresco del asunto es que esa «justa indignación» ha venido, entre otros, de una persona que es escritora y que, se supone, debería conocer ciertas herramientas narrativas básicas, como el uso del narrador no fiable o del anacronismo deliberado.

Que quede claro que en ningún momento he hablado de disfrute ni he dicho que las películas mencionadas me parezcan buenas. Quién sabe, a lo mejor las considero caca de la vaca. Pero serán buenas o malas por sus virtudes narrativas, nunca por la exactitud, o falta de ella, con la que reflejen un periodo histórico.

Y no, no me preocupa que los niños, por culpa de esa peli o serie (ya digo que no sé lo que es) se queden con la idea de que Ana Bolena fue negra y tengan una visión distorsionada del pasado. Primero porque, francamente, me importa tres pimientos cómo era Ana Bolena. Y segundo, porque si sacas tus conocimiento de historia de una obra de ficción, allá tú con lo que haces, compañero.

Yo, Claudio de Robert Graves es una de mis novelas favoritas desde hace cuarenta años. Eso no significa que me crea que lo que cuenta Graves es la verdad histórica. Soy consciente de que estoy leyendo una novela.

Y que, repito, es ficción. Es mentira. No pasó de verdad, por mucho que se parezca a cosas que, al parecer, sí pasaron de verdad.

No voy a decir que me resulta un tanto chocante la actitud de cierta gente a la que solo le preocupa del rigor histórico cuando le cambian la raza o el género de un personaje pero que, mientras eso no suceda, las patadas que se le peguen a la historia le dejan indiferente. No lo voy a decir porque no tengo el ánimo para según qué cosas, pero podría.

Aunque me voy a permitir comentar, sin salirnos de las mujeres de Enrique VIII, que en la serie Los Tudor, Catalina de Aragón era una señora de pelo negro y ojos oscuros. Y nadie se echó las manos a la cabeza porque no tuviese los ojos azules y el pelo claro que heredó de su madre Isabel la Católica.

Son errores históricos tan grandes (o tan pequeños) como que Ana Bolena sea negra. Pero mientras que en un caso no se les da importancia, en el otro se convierten en una cuestión que nos arruina la historia.

Si es así, igual el problema está en nosotros, y no en la historia.