Es curioso. Cuando menciono escritores que me han influido o que se cuentan entre mis favoritos, casi nunca hablo de Clarke, ni siquiera cuando me limito a los escritores de ciencia ficción.

Y sin embargo Clarke fue una influencia muy temprana en mi vida de lector de CF, y bastante importante, sobre todo en mi infancia. Dos de sus novelas estaban entre lo primero que leí del género y una de ellas, de hecho, ocupó enseguida un puesto alto entre mis favoritas.

La otra era Las arenas de Marte, que no me entusiasmó especialmente. Recuerdo haberla leído, haber ido pasando las páginas con un interés moderado y haberla terminado sin que me pareciera gran cosa. No me aburrió pero tampoco me apasionó.

Con La ciudad y las estrellas la cosa fue muy distinta. Me atrapó desde el primer momento, me fascinó esa imagen de la última ciudad sobre la Tierra y a medida que iba pasando las páginas e iba descubriendo el funcionamiento y comportamiento de la sociedad que habitaba en ella iba sintiéndome más fascinado. Seguí emocionado la peripecia de Alvin, el rebelde que estaba decidido a traspasar los muros de la ciudad y averiguar qué había más allá. Lo hacía y el mundo, poco a poco, se iba ampliando (otras sociedades, otras especies, nuevos planetas, un terrible secreto que resolver) y Alvin, finalmente desentrañaba el terrible secreto de la decadencia de la civilización y la humanidad. Recuerdo que incluso entonces, siendo tan joven, encontré aterradora la idea de que el ser humano había llegado hasta el final del universo y luego había retrocedido por puro miedo para después dejarse languidecer hasta casi extinguirse.

Leí la novela varias veces y hubo una época en la que, si me hubieran preguntado, seguramente habría dicho que era mi novela de ciencia ficción favorita. No es extraño: sigo pensando que La ciudad y las estrellas es perfecta como lectura juvenil. Con once, doce años (al menos, con los once o doce años que recuerdo) tiene el equilibro perfecto entre sentido de la maravilla, peripecia aventurera y reflexión interesante.

Años más tarde descubrí que, en realidad, era la ampliación de una novela corta previa llamada «Against the Fall of the Night» que a veces ha sido traducido a nuestro idioma como «Anochecer», con la consiguiente confusión con el relato de Asimov «Nightfall», que casi siempre ha sido traducido como «Anochecer» a nuestro idioma.

Pude leer la novela corta original (y la continuación horripilante que el insufrible Gregory Benford escribió, pero mejor no hablamos de eso), pero sigo prefiriendo la versión en novela. Supongo que, en buena medida, porque leí primero ésta que aquélla.

Con el tiempo, a medida que ampliaba mis lecturas, fueron cayendo en mis manos otras cosas de Clarke.

Cita con Rama, por ejemplo, que me encantó y me hizo ver que el personaje central de una novela no tenía por qué ser humano ni tan si quiera estar vivo, que el protagonista podía ser, directamente, un objeto.

El fin de la infancia, que me pareció un libro con un arranque espectacular que, poco a poco, se iba deslizando hacia las peligrosas aguas del Mar de los Pestiños. Mucha especulación filosófico-metafísica y muchas pretensiones pero, a la hora de la verdad, se convertía en una novelita mediocre que no era capaz de estar a la altura de las ideas que intentaba plantear. Su novela mejor considerada por cierta intelectualidad, por otra parte, quizá por lo trascendente y solemne que resulta todo. Por sus virtudes literarias no creo que sea.

Y, lógicamente, 2001: Una odisea del espacio, cuya mayor virtud fue hacerme comprensibles varios momentos de la película de Kubrik. De esa novela, siento cierta predilección por la primera parte, la dedicada a la tribu de homínidos «tutelados» por el enigmático monolito.

Me gustó mucho su continuación, 2010: Odisea dos. Me pareció un fascinante viaje por el sistema solar con dos o tres especulaciones interesantes y, en ciertos momentos, inquietantes.

Cuanto menos se diga de 2061: Odisea tres y 3001: la odisea final, mucho mejor, especialmente de la última. Aunque, sí, lo reconozco, las leí. Así como también intenté leer algunas de las continuaciones de Cita con Rama escritas en colaboración con Gentry Lee y me parecieron abominables.

También leí unos cuantos libros de relatos como Alcanza el mañana y, por supuesto, los Cuentos de la Taberna del Ciervo Blanco.

Cánticos de la lejana Tierra, que me invitó al bostezo en un par de ocasiones y me pareció moderadamente interesante en algunos momentos.

En resumen, Clarke es un autor al que nunca tengo en cuenta a la hora de nombrar mis favoritos pero del que he leído unas cuantas cosas. Y que me interesa lo suficiente para, si encuentro material suyo que no he leído, plantearme la idea de hacerlo.

Y, como ya he dicho, La ciudad y las estrellas, es uno de mis libros-fetiche, uno de los que, sin duda, acabaría poniendo en una lista de diez imprescindibles. Aún hoy la sigo releyendo con agrado y la historia me funciona en muchos aspectos; me parece modélica, por ejemplo, a la hora de tratar y hacer creíble una tecnología ultraavanzada con respecto a la actual y, al mismo tiempo, diseñar una sociedad distinta a la nuestra de un modo plausible. Se adelantó en varios años a conceptos hoy habituales de la ciencia ficción (como la realidad virtual o la nanotecnología o la creación de objetos reales a partir de pautas informáticas, ya fueran alimentos, telas o mobiliario) y supo hacerlo de tal modo que aún hoy, cuando algunas de esas cosas son una realidad o están a punto de serlo, su descripción de ellas no nos parece anticuada o desfasada.

Tengo también la sensación de que su influencia —casi siempre no acreditada— ha sido para el género mucho mayor de lo que parece (pensemos en La fuga de Logan, por ejemplo, o en el funcionamiento de las holocubiertas de Star Trek).

Curiosamente, tuve oportunidad de hablar con Clarke y decirle lo mucho que me había gustado su novela. Fue durante el transcurso de la HispaCon (convención española de ciencia ficción y fantasía) de 1998, en la localidad valenciana de Burjassot.

Fue, sin duda, uno de los actos más emotivos de la convención. Aparte de mí estaban en la mesa Juan Miguel Aguilera y Javier Redal, Gay y Joe Haldeman, Andrés Rodrigo y un joven que se iba a encargar de traducirnos lo que dijera Clarke y viceversa. Por desgracia no recuerdo el nombre de esa persona. Creo que esos eran todos, aunque bien puede fallarme la memoria. Y, por supuesto, al otro lado, el público presente en la sala.

Tras unos minutos de espera se estableció la comunicación telefónica con Sri Lanka, se puso a nuestro interlocutor en los altavoces y, tras una breve presentación, cada uno de nosotros empezó a hablar.

Todos intercambiamos unas pocas palabras con aquel anciano (su voz sonaba lejana y cansada y parecía enfermo) y él nos agradeció nuestros elogios. Joe habló con él un rato más que los demás, si no recuerdo mal; intercambiando tal vez alguna anécdota común. Y yo, como he dicho, tuve la oportunidad de decirle cuánto me había marcado en su momento La ciudad y las estrellas y agradecerle el haberla escrito.

Cuando terminó el acto y la conexión telefónica se interrumpió, creo que el joven intérprete se echó a llorar. Seguramente la tensión y la responsabilidad (y, por qué no, la emoción) pudieron con él.

Pocas veces uno tiene la oportunidad de acercarse a un autor y, simplemente, darle las gracias por haber escrito algo, por haber sido capaz de crear algo que ha hecho nuestro mundo un poco más grande. Me alegro de haber podido hacerlo con Clarke.