Tendría unos quince o dieciséis años cuando escribí un poema por primera vez. La culpa fue de la asignatura de literatura de 2º de BUP, que me hizo entrar en contacto con la literatura española en general y con la poesía del Siglo de Oro y de la Generación del 27 en particular.
Pensándolo ahora es un poco absurdo que por aquel entonces me considerase un escritor y sin embargo la mayor parte de mis lecturas (y, por tanto, de mis influencias tanto en tema como en estilo) fuesen autores que habían escrito en otros idiomas y que habían sido traducidos (a veces no demasiado bien, seamos sinceros) al castellano.
El idioma, al fin y al cabo, es la herramienta del escritor, como lo son el pincel y los pigmentos para el pintor, o el cincel y la piedra para el escultor. Por tanto, debería conocerla bien y manejarla mejor. Y debería conocer, lógicamente, la lengua en la que escribe.
La conclusión lógica es que cualquier escritor debería tener un cierto conocimiento de la literatura escrita en su propio idioma. No necesariamente exhaustivo, pero sí bastante amplio. Somos lo que somos como creadores porque cabalgamos a lomos de todos los que nos precedieron, así que conocerlos es fundamental.
Por suerte, en la adolescencia tuve un profesor de literatura que era un comunicador excelente y sabía impartir la clase de forma muy amena. Se llama Emilio Nieto Costa y tendría unos 29 años. Desconozco si él lo sabe, pero fue una de las influencias más definitorias para mí durante esos años. El otro fue Senén Álvarez, mi profesor de inglés, pero esa es otra historia que quién sabe si será contada en otra ocasión. Es poco probable que Emilio lea esto algún día, pero de ser así, que sepa que le estoy profundamente agradecido por lo que hizo.
El cliché suele ser que si en la adolescencia te obligan a leer a los clásicos de la literatura española, lo más probable es que no solo no vuelvas a acercarte a ellos, sino que directamente abandones la lectura. No me voy a molestar en discutir el estereotipo: asumo que, como cualquier otro lugar común, es una abstracción y exageración de algo real.
Como sea, no fue ese mi caso. En aquel año que empezamos por la literatura medieval y terminamos con la Generación del 27, caí rendido ante la literatura española, ya fuese en verso o en prosa. La excepción es, quizá, el siglo XVIII, que en términos narrativos, dramáticos y líricos me parece directamente un erial. A cambio tiene una ensayística potente, eso sí.
La poesía despertó enseguida ecos en mi mente. Al fin y al cabo, si hay un momento para eso es precisamente la adolescencia. Cierto que el poeta elegido en esos casos suele ser Bécquer, pero confieso que tras un pequeño deslumbramiento inicial me harté enseguida de él: me parecía un llorica de mierda, dicho sea sin paliativos, y un inmaduro de tres pares de narices. Analizada buena parte de su poesía con un pensamiento contemporáneo (algo que, me apresuro a decir, quizá no sea siempre aconsejable) su pensamiento y su forma de ver el amor y las relaciones tiene sospechosas y peligrosas concomitancias con el pensamiento de los incel.
Del siglo XIX prefería a poetas como José Espronceda o Rosalía de Castro, si bien es cierto que mi poesía favorita se centraba en la Generación del 27 (especialmente en las etapas surrealistas de Alberti, Lorca, Aleixandre y Cernuda), en Francisco de Quevedo y en Miguel Hernández. El último fue durante muchos años mi poeta favorito y aún hoy me maravilla la perfección de muchos de sus sonetos y las imágenes maravillosas y sugerentes que es capaz de conjurar en ellos.
Dicho todo esto no será una sorpresa para nadie si digo que entre los dieciséis y los diecinueve años una parte muy importante de mi tiempo como escritor se consagró a la creación de poesía. De todo tipo: en arte mayor, en arte menor, en verso libre, en versículos, con rima asonante, con rima consonante, en estrofas libres, en estrofas clásicas, en poemas breves, en poemas interminables…
La dejé a los diecinueve años tras una conversación con un amigo en la que me di cuenta de que, como poeta, nunca pasaría de ser simplemente correcto y que mi verdadera fortaleza como escritor estaba en la narrativa… En la que, por otro lado, quizá no he pasado tampoco de ser simplemente correcto, quién sabe.
Al dejar de escribir poesía dejé también de leerla, así que apenas conozco nada de lo que se ha escrito después de la Guerra Civil Española. He leído alguna cosa de autores contemporáneos (algunos me han gustado y otros me ha parecido que tenían de poetas lo que yo tengo de fontanero), pero en general mis gustos y mi conocimiento de la poesía son bastante anticuados.
Como poeta tengo dos registros básicos.
Está el clásico, donde se respetan reglas como la longitud del verso y la rima (generalmente consonante) y que, en la mayor parte de los casos acaba tomando la forma de un soneto, estrofa que me gusta especialmente por todo lo que tiene de rígida y precisa. Siempre me ha gustado el desafío de plasmar lo que quieres decir en exactamente catorce versos de la misma medida con una rima concreta y precisa.
Justo en las antípodas de eso, he escrito muchísimo en verso libre o en versículos, sin preocuparme gran cosa ni la rima ni la longitud del verso.
En ambos casos, eso sí, intento cuidar el ritmo interno de cada verso, de forma que tenga una cierta musicalidad que lo aleje de la prosa. Y casi siempre mi poesía tiene algún toque de surrealismo: las imágenes que creo en ella no tienen necesariamente una explicación racional ni a menudo la necesitan. Aspiran a crear cierto estado de ánimo o evocar determinadas emociones, sin más.
Los viejos amores no desaparecen del todo. Parece que se van, pero a veces los recuerdas con nostalgia y los echas de menos y te preguntas cómo habría sido tu vida si siguierais juntos. Algo parecido me ha ocurrido con la poesía. A lo largo de los años, en momentos muy concretos, he vuelto a sentir el prurito de escribirla y en ocasiones me he dejado llevar por ese impulso.
El resultado, para quien le interese, puede encontrarse en Frontera de la piel, que recoge mis poemas completos.
Aquí os dejo aquí un par de muestras. A la izquierda, un soneto. A la derecha, un poema en verso libre. Espero que sean de vuestro agrado.
RETIRADA
Tus ojos se deslizan insondables
entre tibias claridades engañosas,
buscando soledades bulliciosas
entre piélagos de dedos implacables.
Tus labios con cuidado los retiras
de misterios advertidos de antemano,
y alguien, en el dorso de tu mano,
esculpe con su sangre tus mentiras
Luego rebobina tu destino,
enredado en tu mirada, lentamente,
resolviendo su fracaso en el camino.
Por tu cuerpo se desliza suavemente
un futuro incomprensible y peregrino,
un murmullo acuchillado tiernamente.
DRAMATIS PERSONAE
Una piedra. Un recodo. Un remanso. Una arista.
Una habitación cerrada en la que nadie entra nunca.
Un campo abierto
sin fronteras ni alambradas.
Silencio.
Murmullos lejanos que prometen esperanza.
Vacío.
Expulsado. Aceptado.
Un traje que visto y se convierte en mi persona.
Mi reflejo que sonríe,
advertido de verdades que yo ignoro.
Espanto y cuchillos.
Tacto y pieles.
A lo lejos
se remansa indiferente parte de mi vida
mientras otra
golpea su silencio contra el aire.
Bandadas de reproches y algoritmos
anidan en el hueco de mis ojos.
Y los días se confunden con promesas.
El tiempo es un estado de la mente.
La mente, un mentiroso sin excusas.
Contradigo. Invento.
Disparo frases al vacío.
Tejo historias con dedos temblorosos.
Trazo cuentos que no tienen final.
Miro. Engaño. Quito y pongo máscaras.
En mi armario hay disfraces parecidos a mi piel.