En La hora del dragón, cuarto volumen de la edición en la que he recopilado, para Sportula, el Conan de Robert E. Howard, se incluye un apartado con las sinopsis no desarrolladas, los borradores no elaborados y los fragmentos inconclusos de Conan. Mientras traducía todo ese material se me ocurrió que podía ser interesante otro volumen en el que todo eso se desarrollase y se le diese forma acabada y publicable.
Mi primer impulso fue contactar con diversos autores que me parecían solventes y que pudieran estar interesados en algo así. Por desgracia, de todos los que contacté, solo uno respondió de forma positiva. Los demás, aunque la idea les resultaba atractiva, no tenían tiempo o no querían meterse en lo que podía ser un fregado algo engorroso.
Podía haber seguido buscando, es cierto. Sin embargo, en parte llevado por el puro ego y en parte por el desánimo, acabé decidiendo tras unos meses que yo mismo remataría ese material y crearía los distintos relatos que las sinopsis, borradores y fragmentos prefiguraban.
Al fin y al cabo, no era la primera vez que emprendía una colaboración póstuma con Howard, como demuestra mi novela La canción de Bêlit.
Durante mucho tiempo, una vez tomada esa decisión, no hice gran cosa. Luego, a principios de 2022 y sin tener muy claro que fuese a funcionar, decidí ponerme con ello.
Empecé por la sinopsis de dos páginas que situaba a Conan como un joven ladrón en Zamora perseguido por un grupo de guardias sobre los que provoca un derrumbamiento. Era una historia cuya adaptación al cómic a manos de Roy Thomas y Barry Smith ya conocía (‘Guardians of the Crypt’, en Conan the Barbarian 8 de Marvel), igual que también conocía el relato que L. Sprague de Camp había escrito a partir de la sinopsis («The Hall of the Dead», en Conan). Sabía que existía otra adaptación al cómic, obra de Mike Mignola y Cary Nord (‘The Hall of the Dead’, en Conan 29-31 de Dark Horse), pero no la había leído, aunque juzgando por el título, asumí que seguía más el cuento de De Camp que la sinopsis de Howard. Luego he podido comprobar que en realidad esa adaptación olvida por completo la versión de De Camp y sigue la sinopsis de Howard de un modo bastante libérrimo, lo que de por sí no tiene nada malo, sobre todo porque el resultado es excelente.
Me parecía un desafío interesante. Tenía que usar la trama descrita en la sinopsis y desarrollar un relato que, por fuerza, iba a tener elementos comunes con el cuento y los dos cómics, pero al mismo tiempo debía ser algo mío y propio que no copiase lo anterior.
No confiaba mucho en conseguirlo. De hecho, ni siquiera estaba seguro de poder terminarlo.
Para mi sorpresa, escribirlo me resultó tremendamente sencillo. Lo rematé en un par de tardes y me encontré con un relato de poco más de nueve mil palabras en las manos, lo que no estaba nada mal. Había que revisar, corregir y pulir, pero el trabajo difícil estaba hecho.
Se lo pasé a mis amigos Juanma Barranquero y Antonio Rivas, que lo leyeron y disfrutaron, lo que sin duda me animó. También se lo pasé a Santiago L. Moreno, que se lo devoró en un plisplás. Hablar con Santi (un verdadero experto en Conan, sea en el formato que sea) me animó a seguir con el asunto y una semana más tarde había completado mi segundo relato de Conan, en este caso partiendo del segundo borrador de «Lobos allende la frontera», que era el más detallado de los dos que había escrito Howard de esa historia; salvo por la página final, en la que en dos párrafos ventilaba todo lo que aún quedaba por contar, era un cuento perfectamente acabado.
Mi versión duplicó en longitud el borrador original de Howard y cruzó, por poco, la frontera de la novela corta.
Perecía lanzado. Estaba punto de ponerme con el tercer relato (al que había bautizado como «Los reyes de Tombalku») cuando me detuve. No porque me sintiera inseguro de lo que estaba haciendo. Al contrario. Me lo estaba pasando de maravilla y estaba contento con el resultado.
Pero…
Lo malo de pensar es que, una vez que empiezas, es muy difícil parar. Cuantas más vueltas le daba a lo que estaba haciendo, menos me convencía la idea de limitarme a terminar todas esas historias y luego presentarlas sin más una a continuación de la otra en un libro. Como lector que soy de ciencia ficción, buena parte de ella de procedencia pulp, llevo desde la infancia acostumbrado a los fix-up, esas recopilaciones de relatos, relacionados unos con otros y vertebrados por una trama general, unos personajes compartidos o un tema común. A menudo (aunque no siempre) cuando se crea el fix-up se escribe un nuevo texto que funciona a modo de puente, de «pegamento» entre las distintas historias.
Así construye Asimov Yo, robot, por ejemplo. Yo mismo había hecho algo parecido en Yggdrasil, donde recopilaba la parte más galáctica de mi ciclo de Drímar.
¿Por qué no hacerlo aquí?
Vale. ¿Cómo? ¿Cuál va a ser el pegamento, la historia-puente que convierta una simple recopilación de relatos en lo que podríamos definir, usando un término que, aunque en desuso siempre me ha gustado, como «una novela episódica»?
Jugué con varias ideas, sopesé diversas posibilidades y al final decidí que lo más sensato era, en cierto modo, seguir a los clásicos.
Así surgió la idea de unos «Cuentos de Canterbury en la Era Hibórea» que, entre otras cosas, me daba la oportunidad de mostrar a Conan alejado de conjuras, peleas y aventuras y presentarlo con un montón de viejos camaradas rememorando glorias pasadas. También me permitía (idea que, sin darse cuenta, aportó Santi Moreno con uno de sus certeros comentarios dichos como quien no quiere la cosa) mostrar a menudo a Conan desde fuera, desde ojos ajenos. Y es que, como Howard demostró una y otra vez, Conan nunca es tan Conan como cuando lo vemos a través de los ojos de los demás.
Fue cosa de un par de días decidir dónde y por qué se iban a reunir todos los personajes que narrarían los distintos cuentos. Por suerte, tres de ellos eran aquilonios, lo que hacía que fuesen relativamente fáciles de unir. Me quedaba Diana, una nemedia, lo cual también me lo ponía fácil; era el del país vecino. Finalmente estaba la joven anónima que Conan encontraba en un campo de batalla en un breve fragmento que contenía el arranque de un relato sin la menor indicación de por dónde podía tirar la historia. El personaje era un lienzo en blanco, así que podía hacer con él lo que quisiera.
En cuanto al motivo para reunirse no me fue difícil dar con él. Enseguida opté por algún tipo de celebración oficial del reino de Aquilonia que exigiera la presencia de diversas personalidades tanto del interior del país como extranjeras.
Empecé a narrar el encuentro con mil y un dudas, moviéndome a tientas y sin tener muy claro de qué modo se iban a encontrar los distintos personajes. Casi enseguida di con la idea de la taberna regentada por Burgún (personaje de origen gunderio al que había creado en La canción de Bêlit) y se me ocurrió llamarla La Tigresa en honor al barco de la corsaria.
Todo lo que tenía que hacer ahora era que uno de los personajes fuese a la taberna y empezar a ver qué ocurría. Elegí a Gault, narrador y protagonista de «Lobos allende la frontera», y el resto fue surgiendo por sí mismo.
Aunque rara vez tomo notas cuando escribo una novela, en este caso comprendí que iba a tener que hacer algo parecido para no perderme. No necesitaba algo extremadamente detallado, pero sí que había que trazar un esquema sucinto de la premisa argumental y detallar los distintos personajes que se iban a encontrar… y su edad, tanto en el presente narrativo como cuando habían conocido a Conan.
Para ello, tenía que decidir en qué momento de la vida de Conan se habían topado con él (en algunos casos fue sencillo, porque el propio texto de Howard lo dejaba claro) y qué edad tenían ellos entonces. Para no perderme, creé un pequeño cuadro con Excel (confieso que aprovecho cualquier excusa para usar Excel, me lo paso muy bien con la maldita hoja de cálculo, a veces durante horas), de forma que siempre tuviese clara la edad de cada personaje en el presente narrativo, en el pasado de cada relato y, sobre todo, los años transcurridos entre un momento y otro.
Como he dicho, el primer relato, que titulé «Polvo entre los dedos», lo escribí con facilidad. Seguir la sinopsis de Howard me resultaba sencillo y usar un tono narrativo que fuera, eso creo, compatible con el suyo (que no necesariamente igual) tampoco me supuso ningún problema. Partiendo de las poco más de seiscientas palabras (algo más de una página) que había escrito Howard a modo de sinopsis, conseguir las nueve mil del relato fue una tarea sencilla. Tenía el documento en el que estaba trabajando a un lado de la pantalla y la sinopsis de Howard al otro, y la iba mirando y siguiendo de cerca mientras desarrollaba la historia.
Como tenía bastante claros en la memoria tanto el cómic de Thomas y Smith como el relato de De Camp, me resultó fácil decidir los detalles en los que mi versión sería distinta a la suya; fue algo que realicé sobre la marcha, a medida que escribía.
Usé más o menos esa misma técnica con el resto de los cuentos que completé (al menos donde existía una sinopsis), si bien fue en este primer relato donde me ceñí a ella de un modo más estrecho. En cierto sentido, supongo que con «Polvo entre los dedos» estaba aprendiendo a caminar y aún me faltaba un poco para correr.
También es cierto que, aunque había leído en su día las versiones de otros autores del resto de fragmentos y borradores, ya fuese en cómic ya en relato, apenas las recordaba, así que me sentía menos constreñido por la necesidad de no repetir el camino que otros habían seguido.
Como ya dicho, abordé a continuación el borrador titulado «Lobos allende la frontera». En realidad, eran dos los borradores que Howard había escrito con este título; ambos narraban la misma historia, aunque con distinto detalle. Decidí utilizar el segundo, ya que era el más detallado, me convencían más los nombres de los personajes (algunos cambian entre el primer borrador y el segundo) y abandonaba la narración pormenorizada mucho más cerca del final.
Es un cuento atípico dentro de la narrativa hibórea de Howard. No solo es el único narrado en primera persona, sino que Conan no aparece en el relato. Se desarrolla en Aquilonia, en paralelo a la revuelta que depondría al rey Namedides y le daría el trono al cimerio, pero este no hace acto de presencia, solo se lo menciona un par de veces.
Lo cierto es que lo que quedaba por contar no parecía muy difícil, ni muy largo. La historia se podía haber rematado en cinco o, como mucho, diez páginas sin problemas.
Pero el cuerpo me pedía complicarla algo más. Ya había aprendido a caminar con el relato anterior y ahora quería, por seguir con la metáfora, apretar un poco el paso.
Al final, di con algunas ideas que gustaron y me pareció que encajaban, aunque sospecho que Howard jamás las habría usado, pero esa es un poco la gracia de este tipo de obras derivadas: ser fiel al original y al mismo tiempo recorrer nuevos caminos.
Me ceñí a los acontecimientos que Howard menciona en los dos últimos párrafos del borrador, donde traza una sinopsis de lo que falta, pero al mismo tiempo me sentí con libertad para inventarme lo que quisiera, en tanto encajase en líneas generales con esa trama y fuese coherente con lo ya narrado por el texano.
Iba a ponerme con el tercer relato (al que había decidido llamar «Los reyes de Tumbalku») cuando se me ocurrió la idea del fix-up, así que antes me puse con las secuencias en el presenta narrativo que enlazaban los cuentos que ya tenía completados y las prolongué hasta el punto en el que incorporar «Los reyes de Tumbalku» parecía apropiado, momento en que me puse a completar esa historia.
Más o menos seguí ese mismo proceso en todo el libro. Narraba la historia-puente hasta enlazar con el relato correspondiente, escribía o completaba el relato, prolongaba la historia-puente tras él hasta enlazar con otro relato y así sucesivamente.
Sé que no es la forma más práctica ni inteligente de hacerlo. Lo ideal habría sido rematar primero todos los cuentos, decidir el orden en el que irían y pensar entonces en de qué modo los acontecimientos de la trama común irían enlazando con cada uno.
Pero, aunque en este libro he sido un escritor de mapa mucho más que en otros anteriores, al final el narrador de brújula que llevo dentro tomó las riendas y decidió que la mejor manera era dejar que las cosas fluyeran por sí mismas.
Dejé para el final el relato me parecía el más difícil de todos. En los demás había trabajado partiendo de una línea argumental completa, por muy resumida que estuviese, pero todo cuanto tenía aquí era un fragmento que mostraba un par de escenas y ni la menor indicación de por dónde continuar.
Así que iba a tener que inventarme el relato casi por entero. Iba a ser, en un noventa y nueve por ciento, un cuento de Rodolfo Martínez ambientado en la Era Hibórea, más que una colaboración de Martínez y Howard con el primero desarrollando una historia del segundo.
(En realidad, mirando las estadísticas que preparé, acabó siendo un 95,34% Rodolfo Martínez y un 4,57% Robert E. Howard.)
Mientras iba desarrollando los cuentos anteriores a veces pensaba en este y trataba de anticipar partes de su trama o de dar con alguna historia que encajase con esas dos escenas. En ocasiones releía las dos escenas existentes a ver qué me sugerían respecto a por dónde podía tirar el asunto.
Decidí algo de pronto, de un modo repentino y sin pararme a pensar demasiado. Algunas de mis mejores decisiones han surgido así; algunos de mis peores errores, también, por otro lado.
Decidí que la joven que Conan encontraba en un campo de batalla en la primera escena, más que una joven, iba a ser casi una niña y que el cimerio, obligado por el lazo creado entre ambos al salvarle la vida, la educaría y la enseñaría a sobrevivir en el mundo hostil en el que vivían. Lógicamente, le enseñaría a sobrevivir como él mismo había sobrevivido: con la fuerza y la habilidad de su brazo, con su astucia, con su empecinamiento y su ferocidad.
Conan iba a tener una protegida. Iba a ser el mentor de la joven (a la que llamé Aiala, nombre de origen vasco, por sugerencia de Juanma Barranquero). Era un papel en el que, creo, nunca habíamos visto al cimerio, y una avenida de su vida que me apetecía explorar.
La segunda escena, en la que se muestra que algo terrible ocurre todas las noches en una ciudad de nombre Yaralet, me dio otra pista. Basándome en la sonoridad del nombre, decidí que iba a ser una ciudad hirkania, lo que me permitía introducir alguna maniobra política detrás de la que estuviera el rey Yezdigerd de Turán. Decidí también que era la misma ciudad que Conan, en la otra escena, había divisado desde el campo de batalla. El fragmento no aclara si es así, pero tampoco lo niega, así que estaba permitido.
Si bien tuve muy claro casi desde el principio cómo sería personaje de Aiala y cuál iba a ser su evolución, hubo otro que me sorprendió. Me refiero a Dilara, la dueña de la posada donde se aloja Conan. La creé porque necesitaba un personaje de esas características para la trama que tenía en mente y la fui desarrollando sobre la marcha, de forma que el personaje creció con la historia. Lo cierto es que se acabó convirtiendo en mi personaje favorito del libro.
Este fue el último relato que escribí y quise también que fuese el cuento final del libro. En buena medida porque es una historia atípica de Conan, no solo por el modo en que se gana la vida, sino por las relaciones que mantiene con los otros personajes, especialmente Dilara y Aiala, que no son las habituales que vemos en sus historias.
Aunque lo que me terminó de convencer de que lo dejase como relato final fue el hecho de que me gustaba mucho; en realidad, de todo el libro, es el cuento con el que más satisfecho estoy, tanto en lo personal como en lo literario.
***
Poco después de escribir en 2015 La canción de Bêlit tuve claro que antes o después volvería a Conan. No esperaba volver de este modo, pero confieso que me alegro de haberlo hecho así.
Como me ocurrió con La canción de Bêlit, escribir algo propio usando el mundo y los personajes de Robert E. Howard ha sido fascinante. También complicado, en ocasiones. En mi anterior novela de Conan lo tenía relativamente fácil, en el sentido de que había tres años que debía llenar narrativamente con solos dos o tres elementos que debía incluir a la fuerza (ya que Howard los mencionaba) y absoluta libertad en el resto, en tanto fuese coherente con el escenario y los personajes.
En este caso ha sido bastante más complicado. La tensión ha sido mayor, y en cierto modo he estado en lucha constante, intentando ser fiel con los hechos que tengo que narrar, coherente con la parte ya narrada, cuando la hay, y buscando espacio para aportar mi propia visión. Conseguir, mucho más que en el libro anterior, algo que fuese a la vez mío sin dejar de ser del todo de Howard. Espero haberlo conseguido.
En todo caso, seréis los lectores quienes lo decidáis, tras leerlo. ¿Cuándo sucederá eso? Ya veremos. De momento el texto está en manos de los lectores betas y aún tiene que pasar por numerosas revisiones y correcciones.
Pero, si no se acaba antes la civilización, supongo que en cosa de un año podréis leerlo. Ya me contaréis entonces.