La culpa fue de una película de la que casi nadie se acuerda titulada Slipstream (La fuerza del viento) protagonizada por Bill Paxton y Mark Hamill, entre otros, y que se estrenó sin pena ni gloria allá por 1989. Recuerdo vagamente que la peli iba de un cazarrecompensas, encarnado por Hamill, obsesionado en atrapar a un androide fugitivo, que creo que era Paxton. Y ya está.

Lo que de verdad me impactó fue algo que, en el fondo, resultaba irrelevante para la película. Esta transcurría casi íntegramente dentro de un cañón gigantesco que casi cruzaba por completo el planeta y que había sido causado, creo, por el cambio climático.

Esa fue la idea que se quedó en mi mente y que con los años fue evolucionando hasta convertirse en un cañón que circundaba el ecuador de un planeta y que recibía el nombre de Jormungand. Decidí escribir una novela ambientada en ese lugar y el primer intento fue la la historia de una piloto varada en él a causa de un accidente de su nave espacial. La idea era sencilla: mientras intentaba dar con un modo de salir del planeta, lo iría recorriendo y encontrándose con diversas personas y sociedades, y la mayor parte de ellas vivirían en las paredes de Jormungand y usarían el inmenso cañón como medio de transporte.

No recuerdo cuánto escribí de aquello. Calculo que serían unas cincuenta páginas, antes de darme cuenta de que no tenía la menor idea de hacia dónde se dirigía la historia y que no tenía pinta de ir a averiguarlo.

Así que abandoné.

No del todo.

Siguió dando vueltas por mi cabeza y, en el proceso, empezó a cambiar. Bauticé el planeta como Tierra de Nadie y se me ocurrió que, en el pasado, había sido un planeta prisión. Decidí que estaría casi mil años aislado del resto de la galaxia, lo que le daría la posibilidad de seguir su propio camino social y tecnológico, a salvo de influencias externas. Cuando el aislamiento terminase, el gobierno galáctico enviaría una embajada que tendría que decidir hasta qué punto el planeta podía ser asimilado en la cultura imperante o representaba una peligro para la estabilidad de esta.

No sé si tomé la decisión ya en la primera versión de ambientar el asunto en mi universo de Drímar, pero es muy posible que sí. Por aquella época, casi todo lo que escribía se ambientaba en Drímar, así que aquello no creo que fuese una excepción.

También decidí que llamaría Río de Viento al cañón ecuatorial, entre otras cosas porque había decidido reservarme el nombre de Jormungand para un futuro personaje de la novela que me estaba empezando a asomar a la mente en aquel momento.

Mis archivos me dicen que inicié esa nueva versión en julio de 1991. Y quién soy yo para llevarles la contraria a mis archivos.

Fue marchando a bastante buen ritmo, especialmente la parte de la trama que se centraba en el presente narrativo. Introduje a los diversos personajes, los hice llegar a Tierra de Nadie y los puse en contacto con la población nativa del planeta. Me gustaba mucho el personaje protagonista, Katia. Creo que fue la primera vez que usé una mujer de protagonista y, viéndolo con la perspectiva que da el tiempo, no tengo la sensación de haber cometido muchos errores ni de haber caído en demasiados clichés masculinos. Aunque quizá me equivoco.

Aquellas primeras cincuenta páginas de la versión anterior no cayeron del todo en saco roto. Pude usar unas cuantas cuando Katia se ve forzada a recorrer el Río de Viento en compañía de un joven nativo. (Y años más tarde usé varias más en otra novela, pero eso es otra historia). Casi nunca tiro nada de lo que escribo, aunque sean cosas inconclusas que no llevan a ninguna parte; y a menudo acabo reutilizándolas años después. Creo que aquella fue la primera vez que lo hice.

Mientras escribía, me decía a mí mismo que había llegado el momento de poner toda la carne en el asador, de ser ambicioso hasta el extremo, de escribir la mejor novela posible dentro de mis capacidades… y, si podía, por encima de mis capacidades. En buena medida me sentía estimulado a ello por Mundos en el abismo e Hijos de la Eternidad, las dos novelas de Juan Miguel Aguilera y Javier Redal que me demostraron que se podía escribir ciencia ficción en España con la misma ambición, la misma complejidad de escenario y el mismo sentido de la maravilla que la que nos llegaba desde Estados Unidos.

Yo quería ser parte de aquello. Y lo intenté con todas mis fuerzas.

Luego, en febrero de 1992, cuando llevaba, creo recordar, unos dos tercios de la novela, me incorporé a filas. el Servicio Militar, la Mili, algo que generaciones más jóvenes no conocen. Incluso en mi generación fui un caso atípico, al menos en mi entorno, porque la mayor parte de la gente que conocía prefería realizar la Prestación Social Sustitutoria a hacer el Servicio Militar. El problema es que la Prestación duraba un año y la Mili justo en 1992 acortó su duración a nueve meses. Además, confieso que sentía cierta curiosidad y tenía ganas de conocer el ejército desde dentro.

Así que me incorporé a filas, pasé por los tres meses de instrucción y acabé destinado como escribiente (jerga militar para Administrativo, digamos) en la Compañía de Plana Mayor y Servicios del Tercer Batallón del Regimiento de Infantería Aerotransportada «Príncipe» Número 3. Fue una Mili razonablemente cómoda en parte gracias al puesto al que estaba destinado y en parte al hecho de que, con 27 años, era el soldado de más edad de la Compañía. Lo mandos me trataban de un modo distinto que a los chavales de 18-19 años que formaban la mayor parte de las tropas; supongo que asumían (tal vez erróneamente) que yo sería más maduro y responsable que ellos.

Como sea, esos nueve meses paralizaron el desarrollo de la novela. Sí que escribí alguna cosa durante la Mili, pero fueron todo relatos y todos ellos pertenecían a mi serie Horizonte de sucesos. De hecho, algunas de las ideas para esos relatos me las dieron mis compañeros de filas. Es curioso que lo más parecido a la ciencia ficción dura que jamás he escrito naciese durante el Servicio Militar. No sé si hay en ello algún tipo de alegoría cósmica o es simple coincidencia, pero ahí queda el dato.

Como sea, al volver a la vida civil rematé la novela que, para entonces, había decidido titular Jormungand. Digo «rematé», pero eso no es del todo exacto. Me pasé los dos años siguiente volviendo sobre ella y realizando pequeñas modificaciones. Por un lado amplié la importancia de algunos personajes secundarios y detallé más su caracterización, algo de lo que con los años me acabé arrepintiendo. No era necesario y no aportaba absolutamente nada a la novela. Supongo que en aquellos tiempos estaba convencido de que ser ambicioso narrativamente implicaba contarlo todo con pelos y señales; o a lo mejor era tan solo la influencia de Stephen King, en cuyas novelas a veces se desvía de la trama principal para narrar la vida y milagros de personajes por completo secundarios.

Si era lo primero, estaba equivocado. Si se trataba de lo segundo… bueno, no soy Stephen King y no se me dan tan bien esas cosas como a él. Qué le vamos a hacer.

Los cambios más significativos por los que pasó la novela durante esos años fueron de montaje. Habías dos tramas distintas, una en el presente narrativo y otra que iba mostrando diversos momentos del pasado. Debo de haber cambiado la forma de intercalar ambas tramas al menos media docena de veces, siempre convencido de que era la última vez y que por fin había dado con el montaje definitivo.

Me equivocaba.

En febrero de 1993 escribí una novela corta llamada «Los celos de Dios», de la que espero poder hablar otro día. Es relevante aquí porque la presenté ese año al Premio UPC de Novela Corta de Ciencia Ficción y quedé finalista. La ganadora de aquel año, por si alguien se lo pregunta, fue Elia Barceló con «El mundo de Yarek» y Alan Dean Foster (escritor por el que siempre he sentido especial cariño, desde que leí su novela de Star Wars El ojo de la mente) recibió la Mención del Jurado por «Nuestra señora de la máquina».

Hacía tiempo que tenía ganas de volver a Barcelona, así que decidí ir a la entrega de premios y posterior cena. Por supuesto, tuve que financiarme yo el viaje; la organización tenía presupuesto para la ganadora y el mencionado, pero no para los finalistas. Sabiendo que iba a venir, Miquel Barceló, el organizador del certamen, aprovechó para incorporarme a una de las mesas redondas que se daban el día de la entrega de premios y con motivo de estas.

Y yo aproveché para entregarle (en formato impreso en dos tomitos encuadernados en espiral) la versión que tenía en aquel momento de Jormungand. Encima lo hice en público, durante una de las charlas en las que él comentó que pese a que su margen de maniobra en Nova (la colección de ciencia ficción que dirigía para Ediciones B) no era muy grande, sí que quería publicar obras de autores españoles (ya lo había hecho con Sagrada de Elia Barceló) y que andaba buscando nuevo material.

Miquel fue muy cortés y en vez de mandarme a la mierda, aceptó el manuscrito. Y lo leyó. Y le gustó.

No fue capaz de darme una fecha de publicación, sin embargo. Como he dicho, su margen de maniobra en Nova en cuanto a publicar españoles no era muy grande: aparte del volumen dedicado a los ganadores del Premio UPC, podía publicar otro libro al año de autor español.

Y para 1994 ya estaba comprometido El refugio, de Juan Miguel Aguilera y Javier Redal. Comprendía perfectamente que Miquel prefiriese a dos autores que ya tenían un par de novelas en el mercado que habían sido acogidas, además, muy positivamente en lugar de un tipo que, más allá de diez o doce relatos esparcidos por media docena de fanzines, casi se le podía considerar inédito.

Y, qué narices, era simple cuestión de tiempo. Miquel quería publicarla, eso estaba claro, y era cuestión de esperar el momento. 1994 no iba a poder ser, pero quién sabía si 1995…

Pues tampoco.

Miquel tenía entre manos otro libro, El círculo de Jericó de César Mallorquí y al final se decidió por él para 1995.

Intenté tomármelo con filosofía, aunque mi parte más pesimista ya me veía siendo postergado una y otra vez en los años siguientes a medida que autores que a Miquel le interesaban más que yo le enviaban sus obras. Pura paranoia, pero quién no ha sido paranoico en algún momento.

Quizá os preguntéis por qué no llevé la novela a otro editor. El problema era que no había otro editor que estuviera dispuesto a publicar una novela de ciencia ficción de un autor español.

Lo cual no es del todo cierto. Ahí estaba Miraguano, que ya había publicado a algunos españoles. Solo que sus libros andaban siempre alrededor de las doscientas páginas o poco más y Jormungand rondaría las 350.

Además, en 1994 había escrito una novela titulada La sonrisa del gato, que por longitud les encajaba a Miraguano a la perfección. En efecto, se la mandé, se publicó en 1995 y se presentó en la HispaCon de ese año, celebrada en Cádiz.

1995 fue sin duda un año importante para mí. Cumplí treinta años, que es una de esas cifras que se nos antojan relevantes, por mucho que en el fondo sea arbitraria. La sabiduría de los muertos, la novelita holmesiana que había escrito en 1993, ganó el Premio Asturias de Novela aquel año (y sería publicada en 1996). Dejé de ser un novelista inédito gracias a La sonrisa del gato. Y conocí en Cádiz, aunque ambos vivíamos en la misma ciudad, a Marisa Cuesta, que un par de años más tarde se convertiría en mi pareja. La relación sentimental llegó a su fin en 2005, pero por suerte la amistad se ha mantenido con los años y Marisa sigue siendo una de las personas más importantes de mi vida.

Diría, a juzgar por su comportamiento, que también yo lo soy de la suya.

Pero estoy divagando.

Nunca he tenido claro si el hecho de publicar en 1995 La sonrisa del gato influyó en Miquel para que sacase Jormungand en 1996. No es una idea descabellada. Si ya era un novelista con una obra en el mercado, el riesgo editorial que suponía publicarme era menor. O puede que el motivo fuese un poco de vergüenza por haber tenido la obra en el limbo tanto tiempo y haber dejado que otro se le adelantase en ser mi primer editor. O, simplemente, era el momento adecuado y Miquel habría publicado igualmente Jormungand en 1996.

Aunque lo que publicó no se llamaba exactamente así. A Miquel le parecía que mi título iba a resultar demasiado críptico e incomprensible para muchos lectores y sugirió que la llamásemos Tierra de Nadie. Yo le propuse encontrarnos a mitad de camino y acabó siendo Tierra de Nadie: Jormungand.

Miquel no andaba muy desencaminado con sus pensamientos sobre el título. Siempre me viene a la memoria que Juanmi Aquilera estuvo años llamando Dormammu a la novela y que Paco Ignacio Taibo II se refería a menudo a ella como Juggernaut.

En fin.

La novela ganó el Premio Ignotus en 1997… y poco más de un año después Ediciones B la saldó. De hecho, la saldó de forma fraudulenta, ya que tenía la obligación contractual de avisarme y darme la oportunidad de adquirir los ejemplares que quisiese al precio del saldista, cosa que nunca hizo. Mi primera noticia del saldo fue encontrarme la novela en un stand en la Feria del Libro de Ocasión que por aquella época se celebraba en Gijón.

Os imaginaréis con facilidad la cara de tonto que se me quedó.

Por suerte la novela no murió ahí.

Por una parte, siempre tuve en mente la idea de escribir una continuación. La empecé varias veces, pero nunca pasé de unas cuantas páginas. Tenía claro lo que pasaría en Tierra de Nadie pocos años después del final de la novela, pero no logré contarlo hasta que, allá por 2001, me puse a escribir lo que luego sería Bifrost. Y en ese momento lo narré en retrospectiva.

Y la novela en sí misma tuvo una segunda vida cuando, allá por 2012 la publiqué en mi propia editorial, Sportula.

Y ahora mismo va por su tercera encarnación, muy revisada y como parte de un libro mayor. La podéis encontrar e Yggdrasil, ya sea en el volumen unitario en ebook, o en el primer tomo en papel.

Esa revisión, como comenté en otra parte, supuso la eliminación de casi 40.000 palabras. La mayor parte de lo que desapareció fueron aquellas tramas de personajes secundarios que mencionaba antes, aunque también decidí condensar (y en algunos casos hacer un generoso uso de la elipsis) algunas tramas de los principales. Con eso, al menos desde mi perspectiva actual, ha quedado una novela mucho más interesante y dinámica, y no me parece que haya perdido nada de su impacto original.

Pero, como siempre, decidir eso es cosa de los lectores.