Todo empezó más o menos en setiembre de 2018. Y no es que sea un prodigio de memoria para las fechas; es que en ese caso concreto tomé la decisión de conservar, dentro de lo posible, todas las versiones de la novela que empecé a escribir ese año, bien ordenadas y fechadas. Y la primera es de ese mes, setiembre de 2018, poco después de que me extirpasen la vesícula biliar y dejara de sufrir las pancreatitis que me tuvieron una parte importante de ese año entrando y saliendo del hospital.
De pronto, un día que me miré al espejo, se me colaron veintipico años por una rendija y me di cuenta de que, sin comerlo ni beberlo, sin saber cómo cojones había pasado, acababa de convertirme en un señor mayor.
Un señor mayor, además, que tenía la sensación de no haber hecho nada que mereciese la pena de verdad hasta ese momento.
Así empecé lo que luego sería El hueco al final del mundo, la novela más larga que he escrito, la que me ha tenido más tiempo pendiente de ella (de un modo u otro, buena parte de estos cinco años) y en la que intenté empujar el sobre con todas mis fuerzas. Lo siento, me gustan los anglicismos deliberados, qué le vamos a hacer. (La de veces que me habrá oído decir mi pareja, la pobre, cosas como «No consentiré que pase esto. ¡No en mi reloj!» con toda la seriedad del mundo mundial.)
En fin, volviendo al terruño carpetovetónico y, por usar una frase que hizo popular hace unos años la derecha económica para echarnos a las clases bajas la culpa de la crisis, ha sido la novela en la que, con más intensidad, intenté escribir por encima de mis posibilidades.
Inicié su publicación en 2020, cuando aún no estaba terminada. Tenía algo más de trescientas mil palabras escritas, poco más de tres cuartos de lo que iba a ser el total; y, buena parte de ese material aún debía ser retocado, revisado y, en algunas partes, rehecho. Decidí publicar un volumen anual de unas cien mil palabras cada uno, lo que me daba un margen generoso de casi tres años para rematar ese cuarto final que me quedaba por escribir.
Entonces vino la pandemia y, con ella, el confinamiento; y, con ellos, un bloqueo de escritor que no me quité de encima hasta año y medio más tarde, a finales de la primavera de 2021. Lo suficiente para rematar el primer borrador de El hueco al final del mundo.
Aún quedaba trabajo, por supuesto: revisar, pulir, retocar, tomar decisiones de estructura, ritmo y personajes que aún no estaban del todo cerradas… Pero lo más duro y difícil estaba hecho.
Un año y medio después aquí estoy, cerrando el círculo. Tras pasar por las manos de Juanma Barranquero y oír sus consejos sobre los problemas de estructura que tenía este cuarto volumen, le he pegado una nueva revisión que le he vuelto a enviar a él, pendiente de que ahora realice la revisión final de estilo y ortotipográfica. La novela, a falta de esa última revisión, está por fin terminada.
Es lo más ambicioso que he escrito en mi vida. Creo, sinceramente, que también es lo mejor que he escrito en toda mi vida. Y, por más que me dé un poco de vergüenza decir estas cosas en público, estoy convencido de haber creado una de las mejores novelas españolas de ciencia ficción y de haber llegado (en ambición, en complejidad, en detalle, profundidad y textura del escenario, en estilo, ritmo y estructura, en personajes, en especulación, en reflexión, pero también en aventura y peripecia) donde muy pocos han llegado antes dentro del género patrio.
¿Tendrá éxito?
No lo creo. Es más, estoy razonablemente seguro de que pasará bastante desapercibida. Habrá un puñado de personas que la leerá y dentro de ese puñado habrá a su vez otro puñado que la disfrutará y sabrá apreciarla. A estas alturas de mi vida, en las que escribo simplemente porque soy incapaz de no escribir y en las que publico tan solo porque considero que lo que hago no es literatura hasta que no es leído por otras personas, que un puñado de gente la lea, la valore y la disfrute es más que suficiente.
Y ya está.