Allá por 1993 escribí una novelita protagonizada por Sherlock Holmes bajo el título de La sabiduría de los muertos. Era, en realidad, una novela corta casi en la frontera de la novela completa, unas 45.000 palabras. Se escribió (el reflexivo es deliberado, porque a veces, en efecto, tengo la sensación de que se escribió sola y yo solo fui el conducto que usó para pasar de la nada a la existencia) en una semana de creatividad febril en la que casi no hice otra cosa… bueno, aparte de todo lo que estáis pensando.

Mi amigo José Luis Rendueles me aconsejó presentarla al año siguiente al Café Gijón de Novela (que por aquel entonces patrocinaba el Ayuntamiento de Gijón, después de que la entidad original, la tertulia del café madrileño del mismo nombre, dejase de hacerlo). Mi novelita holmesiana le parecía a Rendu con diferencia lo mejor que había escrito, con una trama estupenda, un ritmo envidiable y un tono narrativo casi perfecto. Le hice caso (el Rendu tiene la puñetera costumbre de tener razón con demasiada frecuencia) y cuál sería mi sorpresa cuando meses después se anunciaron los finalistas del Café Gijón 1994 y allí estaba La sabiduría de los muertos.

No me lo podía creer. A mis 29 años, y casi inédito más allá de un par de docenas de cuentos en varios fanzines, era uno de los finalistas del Café Gijón de Novela, que había sido en su día uno de los premios más prestigiosos de España.

Ya podéis suponer cómo estaba. De cómo estaba mi ego mejor ni hablamos.

Ah, pero no. Mi gozo en un pozo. Unas dos o tres semanas después de haber anunciado públicamente los finalistas, la organización del premio envió un comunicado a los medios explicando que declaraban desierto el Café Gijón de 1994 porque ninguno de los finalistas tenía la calidad necesaria para ser ganador.

Lo cual, a poco que lo pensemos, es absurdo. Desde el momento en que declaras que tal certamen tiene cinco finalistas estás diciendo implícitamente que cualquiera de ellos puede ser el ganador y que es cuestión de decidir cuál. Todos ellos han pasado el corte mínimo de calidad para ser finalistas; el ganador podrá ser uno, dos o todos, pero cualquiera de ellos tiene, por su condición de finalista, la calidad que exige el premio.

Añadamos que poco después supe (porque, como esto es un sitio muy pequeño, todo se sabe antes o después) que el verdadero motivo era económico. O bien alguien había hecho una chapuza con los presupuestos y no se le había asignado una partida al premio (¿imposible?, para nada, cosas peores he visto y vivido) o bien alguien decidió que si declaraba el premio desierto podía dedicar esa partida a otras cosas más interesantes… Quizá a alguna que beneficiase a la empresa de algún conocido de un concejal o del alcalde, aunque evidentemente ese beneficio sería pura coincidencia y nunca malversación de fondos públicos, faltaría más. Cualquier otro pensamiento resultaría inconcebible. Que, como bien decía Íñigo Montoya, igual no significa lo que creemos que significa.

Si parece, casi treinta años después del asunto, que sigo quemado con ello, es porque lo estoy. Y bastante, sí. No suelo pensar mucho en el tema, pero es cierto que las pocas veces que pienso en él mi cabreo es considerable. Si en esos momentos tuviese delante al grandísimo cabrón (o cabrona o cabrone, su identidad sexual me la soplasuda) que hizo eso y me dejase llevar por lo que me pide el cuerpo, le saltaría los dientes de una buena hostia; eso para empezar. Cierto que, llegado el caso, no me dejaría llevar por lo que me pide el cuerpo (por muchos motivos, ninguno de los cuales tiene que ver con que me repugne la violencia: la considero una herramienta perfectamente lícita en ciertas situaciones), y preferiría simplemente ignorar a esa… persona.

Puede que el motivo para no otorgar el premio no tuviese nada que ver con ninguna corruptela y se tratase de algo que nadie pudo prever pese a todas las buenas intenciones de todo el mundo. Estoy dispuesto a aceptarlo sin mayores problemas. Pero de lo que no me cabe duda es que el motivo fue económico y que decirnos a la cara a los finalistas del premio que no éramos lo bastante buenos para él fue una maniobra mezquina, ruin y rastrera… y fácilmente evitable. Declara el premio desierto antes de hacer públicos los finalistas, cabrón de los cojones.

Pero, bueno, una vez que me he desahogado, seguimos con la historia.

Rendu, que nunca se da por vencido conmigo (sigo preguntándome por qué, aunque no a él, no vaya a ser que me responda) me dijo que la presentase al año siguiente a otro premio: el Asturias de Novela, convocado por la Fundación Dolores Medio. Le hice caso, creo que para quitármelo de encima y que no me siguiera dando la vara, y luego me olvidé del tema.

Hasta que un día, allá por diciembre de 1995, llaman al teléfono. Lo descuelgo y preguntan por Rodolfo Martínez. Digo que soy yo. Me dicen que he ganado el Asturias de Novela y que al día siguiente se hará público en Oviedo el fallo y que si puedo estar presente.

—¿Es una broma? —pregunté.

Sí, lo pregunté, os lo juro. Noté desconcierto al otro lado de la línea. Luego, como si no hubiera pasado nada, la persona que me llamaba me dijo en tono imperturbable su nombre, me explicó que era el Presidente (o quizá el secretario, ya no lo recuerdo) de la Fundación Dolores Medio y añadió que, en efecto, mi novela había ganado el premio y que a todos los miembros del jurado les había encantado.

Y no, no era una broma.

La novela se publicó al año siguiente y se presentó a los medios el Día del Libro de 1996 en la Biblioteca Pública Ramón Pérez de Ayala, en el Fontán, en Oviedo. Asistieron unos pocos amigos, entre ellos Marisa Cuesta, a la que había conocido el año anterior (en Cádiz, pese a ser los dos de Gijón). La pobre no sabía dónde se metía. O quizá sí; entre sus escasos defectos no está precisamente el de no saber analizar las cosas.

En la portada de este primera edición podéis ver mi dos apellidos. Es la única vez que los usé como autor, por cierto. De hecho, cuando me pasaron el diseño de portada les dije que, por favor, eliminaran el segundo apellido. Me dijeron que sí y luego se olvidaron del asunto. Bueno, no importa: así hice feliz a mi abuelo materno, que siempre se quejaba de que solo usaba el apellido paterno como autor.

En la contraportada hay una foto tomada en un momento de la presentación, unos meses atrás, de La sonrisa del gato, mi primera novela. Fue en Cádiz, allá por octubre o noviembre de 1995 y parece que fue ayer, no hace casi treinta años.

Joder.

Hala, volvamos.

Ese debería haber sido el final de mi relación como autor con las creaciones de Arthur Conan Doyle. Le había dado gusto al fan que llevo dentro (porque en el fondo hacer un pastiche holmesiano es escribir un fanfic, por muy gafapasta que nos lo quieran vender), me había sacado un dinerillo con ello, había logrado cierta publicidad y había publicado el libro.

Fue solo el inicio, en realidad, aunque tarde un tiempo en darme cuenta.

Unos años antes había conocido a Luis G. Prado, que editaba un fanzine llamado El fantasma (posteriormente Artifex) que sería el embrión, primero de la editorial Bibliópolis y luego de Alamut. Luis tenía claro, ya cuando editaba su fanzine, que algún día montaría una editorial. Y tenía más claro aún que en ella quería reeditar, antes o después, mi novela holmesiana. Y no dejaba de decírmelo cada vez que nos veíamos.

A mí me hacía ilusión, sonreía ante el comentario y luego me olvidaba de él. Hasta que, en efecto, Bibliópolis fue una realidad, que arrancó con El último deseo, de Andrzej Sapkowski, primer libro de Geralt de Rivia.

Y en 2004, bajo el título de Sherlock Holmes y la sabiduría de los muertos, mi obra cobró nueva vida en la editorial Bibliópolis. Revisarla para esa edición (sobre todo limar alguna incoherencia y mejorar la ambientación londinense victoriana, siempre con cuidado de no cargarme el ritmo original, una de las grandes virtudes de la novela) me hizo darme cuenta de que no había acabado con Sherlock Holmes.

Así, al año siguiente aparecería Sherlock Holmes y las huellas del poeta, donde el anciano detective, ahora reconvertido en agente secreto al servicio de Su Majestad, visitaba la Guerra Civil Española. Tenía planeada una nueva novela, Sherlock Holmes y el heredero de Nadie, que iba a cerrar la saga y sería al mismo tiempo un homenaje a Verne, a las novelas de espías de Le Carré y al pulp más desenfrenado. Acabó siendo todo eso y, además, por si parecía poco, un western.

Pero sucedió algo antes de que pudiera escribirla (en realidad cuando llevaba unos pocos capítulos). Me invitaron a Portugal a un congreso de fantasía con motivo de la publicación de la traducción al portugués de La sabiduría de los muertos. Allí, entre otras cosas, conocí a Christopher Priest (un tío encantador, por cierto, no parecía inglés, salvo en su humor socarrón) y me llevaron a conocer Boca do Inferno en las afueras de Lisboa, donde Aleister Crowley había fingido su suicido en los años 20 del pasado siglo. Por fuerza Sherlock Holmes tuvo que haber investigado el caso, me dije.

Así nació Sherlock Holmes y la boca del infierno, que contaba hechos transcurridos antes, durante y después de la novela anterior y, de paso, anticipaba algunos momentos de la siguiente. Era un libro bastante extraño, armado en realidad a base de tres novelas cortas relacionadas entre sí argumental y temáticamente que relataban diferentes hechos con distintos personajes.

Por fin me puse con Sherlock Holmes y el heredero de Nadie y eso remató mi obra holmesiana cuando fue publicada allá por 2008, ahora en la editorial Alamut, donde ese mismo año se reeditó Sherlock Holmes y la sabiduría de los muertos.

Cuando un año después creé Spórtula, con la idea inicial de usarla como vehículo para reeditar aquella parte de mi obra ya publicada pero agotada, enseguida pensé en mis novelas holmesianas. Luis no tenía la menor intención de publicarlas en ebook, lo que me permitió hacer una edición electrónica en la que, con permiso de Luis (y, por supuesto, del autor) reutilicé las portadas originales de Alejandro Terán para la edición anterior.

Aunque antes de eso realicé una pequeña edición, solo en ebook, de Desde la tierra más allá del bosque, un relato largo, casi en la frontera de la novela corta, donde enfrentaba a Sherlock Holmes con cierto empalador rumano de largos colmillos y afición por la hemoglobina humana. Fue, de nuevo, un puro fanfic, en el que hice que la acción fuese narrada, alternativamente, por dos doctores: John Watson y Jack Seward.

En su momento el relato estuvo a punto de aparecer en la revista BEM, pero luego Joan Manel Ortiz, uno de los editores, decidió seleccionarlo para la antología Visiones 1996. Paco Roca, que iba a ilustrarlo para su edición en la revista, ya había dibujado a lápiz una imagen de Drácula en el cementerio, que tuvo a bien regalarme. Años después la digitalicé y le pasé el fichero a Paco, quien le dio color. Aproveché esa imagen coloreada y realicé un pequeño montaje en Photoshop de diversos elementos que pillé de aquí y de allá para crear la portada:

No es que fuese gran cosa, pero al menos le daba protagonismo al dibujo de Paco. Fue de mis primeros intentos serios de componer algo en Photoshop y se notaban mucho mis carencias y mi desconocimiento de las posibilidades de la herramienta. Sin duda los distintos elementos podían estar mejor integrados, pero el resultado final no erra horrendo. O eso me gusta pensar.

Más tarde recuperé los derechos completos de toda la saga y decidí publicar un omnibus en papel en un solo volumen. Lo cierto es que solo quedé satisfecho a medias, igual que no me satisfizo demasiado la edición en dos volúmenes que intenté poco después y que enseguida retiré del mercado. Es lo bueno de la impresión digital: si eres prudente con las tiradas puedes arrepentirte con facilidad y redirigir tus pasos sin que eso suponga un quebranto económico excesivo.

Entre una cosa y otra, mi Sherlock Holmes desapareció del mercado. A veces jugaba con la idea de reeditarlo, ahora troceado en libros más pequeños y con un montaje cronológico, pero luego me ponía con otras cosas y lo dejaba de lado.

Durante el confinamiento del COVID-19 aproveché para revisar buena parte de mi obra. De ahí surgieron cosas como Yggdrasil, que recoge la versión definitiva de mi ciclo de ciencia ficción de Drímar, o la nueva versión de la tetralogía de El adepto de la Reina. Los textos holmesianos no escaparon a esa revisión.

Pero, por lo que fuese, no encontraba el momento adecuado para publicarlos. Y tampoco sabía exactamente cómo.

Entretanto, La sabiduría de los muertos1 se había publicado en Brasil y no le había ido mal del todo. AVEC, el editor brasileño, siguió la nueva partición en libros que yo le había propuesto, aunque en lugar de empezar por la historia más temprana según el orden cronológico, decidió hacerlo por la primera que fue escrita. Supongo que hizo bien.

Con los años, Spórtula, bien que mal, había seguido adelante y ya no era la editorial de un solo autor. De hecho, llegó a ser una editorial con demasiados autores (o libros) casi simultáneos.

Metido en una huida hacia adelante de la que tardé en ser consciente, empecé a aumentar de forma casi frenética las novedades al año que salían en Spórtula. Ese exceso brutal de publicaciones tuvo como consecuencia un evidente descenso de calidad en el acabado, básicamente porque no tenía tiempo para ocuparme de todo, pero por suerte recuperé un poco la cordura. Con el tiempo me planteé una horquilla de publicación de entre dos y seis libros al año y, sobre todo, decidí ir con calma y pensar a fondo las cosas.

Por esa época traduje el Conan de Howard, que se convirtió en la joya de la corona de Spórtula. La edición original había sido en cuatro volúmenes en rústica, que no tardaron en tener su equivalente en tapa dura. Y un día me pregunté si podría ser factible una edición en formato bolsillo, en las mismas dimensiones que tenía, por el ejemplo, la colección Libro Amigo de Bruguera (que vio la primera edición de los relatos de Conan en España con aquellas fabulosas portadas de Frazetta), el mismo que tenía la edición de Fórum en doce volúmenes donde habían sido editados en los 80 los relatos y novelas de Conan. Así que decidí reeditar el Conan en libritos de ese tamaño que rondasen las 200 páginas y que tuvieran un buen precio. ¿Sería rentable para un material que ya tenía dos ediciones recientes más «lujosas»?

La respuesta fue que sí. El gusto por el formato de bolsillo estaba mucho más arraigado de lo que creía entre los aficionados al género fantástico español, especialmente si ese formato se usaba para un material que tuviese un aire pulp o, como en el caso de Conan, hubiese sido publicado originalmente en las revistas pulp.

Cuando escribo estas líneas, el séptimo volumen de la edición de bolsillo de Las crónicas nemedias acaba de salir y el octavo y último, que será algo más largo que los demás y recoge íntegra la novela La hora del dragón, estará en la calle el mes que viene. La acogida que ha tenido esta edición popular de Conan ha sido lo bastante buena para que me plantee la idea de sacar otras cosas en este formato.

¿Qué otras cosas?

Bueno, por qué no mi Sherlock, me dije un día. Por un lado, a lo largo de esta saga uso en abundancia (y juego con ellos e intento darles las vueltas) los clichés y tropos de la ficción popular e incluso del pulp. ¿Por que no editarlo en un formato popular como reconocimiento al origen último de todo ese material que mezclé, combiné y regurgité tras hacerlo mío?

Aunque en principio, cuando aún pensaba en una edición en rústica en tamaño mayor, lo había dividido en seis libros, el cambio de formato me hizo ver que podía partirlo en unidades más pequeñas. Y que hacer eso, de hecho, me permitía mantener mucho mejor la cohesión temática y argumental de cada entrega que si lo hubiese publicado en volúmenes más largos. También tuvo otra consecuencia. Había un par de fragmentos narrados en primera persona que, cuando formaban parte de algo mayor funcionaban sin problemas, pero no terminaban de hacerlo al convertirse en una unidad narrativa independiente. En este caso la tercera persona omnisciente era mucho más apropiada, cambio que realicé y que supuso la revisión final (y espero que última) de estos textos.

Así, esta edición de Los archivos perdidos de Sherlock Holmes consta de diez volúmenes en formato bolsillo y, como habéis podido ver, un diseño de cubierta totalmente pulp, incluidos los textos promocionales de reclamo bajo el título de la serie. No hace falta que que diga que me lo pasé endemoniadamente bien escribiéndolos.

Los nueve primeros volúmenes recogen mi saga holmesiana en orden estrictamente cronológico. El décimo incluye los relatos «Desde la sombra más allá del bosque» y «La aventura del asesino fingido», que se apartan bastante de la trama general que permea a las otras historias y van un poco a su bola, así que pueden ser leídos de forma independiente. Incluye además una guía de personajes de la saga y una cronología para los lectores a los que les gusten esas cosas, que alguno hay.

El primer volumen, El aprendiz de detective, ya está disponible en bolsillo. De momento solo en ese formato. Mi idea es, una vez estén los diez libritos en la calle, preparar un omnibus en ebook con toda la saga donde intentaré mantener todo lo posible el aroma pulp que se le ha dado a la edición impresa2.

Espero que sean de vuestro agrado. Que aquellos que no conocéis mi Sherlock Holmes disfrutéis de él en esta nueva edición; y que los que ya lo conocen puedan encontrar algo nuevo en ella.

Ya vamos hablando, por ejemplo, en esa taberna portuaria cercana al Támesis donde Holmes y Watson esperaron una noche la llegada de Winfield Scott Lovecraft.

NOTAS:

  1. De hecho, La sabiduría de los muertos tiene el honor de ser mi obra más traducida. A día de hoy tiene versiones en (por orden de publicación) portugués de Portugal, turco, polaco, francés, inglés y portugués de Brasil. ↩︎
  2. Y añadir algún material extra que estaba en el omnibus en un solo volumen y para el que no he podido encontrar acomodo en esta edición en bolsillo. ↩︎