En marzo de 2021 la empresa de informática para la que llevaba trabajando unos veinticinco años decidió prescindir de mis servicios. No diré que fue agradable, pero resultó menos traumático de lo que esperaba.
La primera reacción fue, lógicamente, de incertidumbre. ¿Qué iba a hacer con mi vida a mis cincuenta y seis años? Tenía por detrás una carrera literaria que, pese a darme numerosas gratificaciones en lo personal, no habían sido suficientes en lo profesional para permitirme vivir de ella. Tenía también una pequeña editorial que, aunque se mantenía y se las apañaba para sobrevivir sin dar pérdidas y obteniendo un pequeño margen que me permitía seguir adelante, no daba suficiente para ser mi fuente principal de ingresos ni de lejos.
Estaba, por supuesto, la informática, que había sido mi profesión desde 1995 y en la que tenía un currículo que, en principio, debería haberme permitido, pese al hándicap de la edad, encontrar un nuevo trabajo antes o después.
Siempre, claro, que de verdad quisiera eso.
Fue lo primero que me planteé. ¿Quería, a mi edad, empezar de cero en otra empresa? Es más, ¿quería seguir trabajando para otros, sujeto a las decisiones de otros, al horario de otros y a la conveniencia de otros?
Enseguida me di cuenda de que a respuesta a esas preguntas era «no». Hasta aquel momento no había estado en situación de formularlas de forma explícita, pero el vago sentimiento de inquietud que experimentaba desde 2014 y que había ido creciendo poco a poco con el tiempo solo podía apuntar a un sitio. Me di cuenta en ese momento de lo poco que me gustaba lo que estaba haciendo, dónde lo estaba haciendo y para quién lo estaba haciendo. No era eso lo que quería.
Entendedme bien. No era un mal trabajo. El ambiente laboral no era malo, el comportamiento de la empresa, salvo algún detalle que otro, era en general razonable y las tareas que realizaba como programador no eran desagradables. No estaba en un mal sitio.
Pero no estaba en el sitio en el que quería estar.
Claro que, ¿dónde quería estar?
Llevaba un tiempo trabajando de traductor. Con textos cortos al principio (algunos artículos en los años noventa para el fanzine BEM, un cuento para la revista Gigamesh a principios de siglo, varios relatos de la recopilación Simetrías rotas de Steve Redwood para mi propia editorial allá por 2012…) hasta que en 2015 tomé el toro por los cuernos y decidí traducir algo más largo.
Empecé, curiosamente, por un clásico, El signo de los cuatro, de Arthur Conan Doyle. Por un lado porque era un libro que me gustaba (quizá mi novela canónica favorita de Sherlock Holmes) y por el otro porque me apetecía ver si era capaz de darle a Watson su voz característica al traducirlo al castellano.
El resultado me pareció satisfactorio. Durante un tiempo me centré en autores libres de derechos: más Doyle (ahora diversos relatos de Sherlock Holmes), Mark Twain (una novela corta de Tom Sawyer), Robert E. Howard (su Conan) o H. G. Wells (La máquina del tiempo).
Pero surgió también la posibilidad de traducir algo de autores modernos, como La enseña del elefante y el guacamayo de Christopher Kastensmidt o la recopilación de relatos Torres de Babel de Ian Whates.
Todo eso apareció en Sportula, mi editorial. Siendo mal pensado se podría llegar a la conclusión de que traducía yo mismo porque no podía permitirme pagar a un traductor profesional.
No diré que no haya algo de eso. Pero lo cierto es que descubrí que traducir me gustaba, disfrutaba con ello casi tanto como escribiendo y, al parecer, no se me daba del todo mal. El feedback que tenía sobre la calidad de mis traducciones es que esta no era mala.
Así pues, ¿por qué no intentaba ganarme la vida traduciendo, ya no para Sportula sino para otros editores?
Tomé esa decisión más o menos un par de horas después de que me despidieran. Y en ese momento sentí que me quitaban de los hombros un peso enorme que había estado soportando los últimos años y del que no había sido enteramente consciente hasta ese momento.
A lo mejor lo de traducir no funcionaba y tenía que buscarme la vida de otro modo. Pero no me importaba, sentía que estaba tomando la decisión correcta, la que me pedía el cuerpo y la que le sentaba bien a mi espíritu. Lo demás, no importaba.
Lo hablé con Felicidad Martínez, claro, como lo hablo todo. Me apoyó desde el primer momento y tuvo la sensación de que estaba tomando la decisión correcta. O al menos la que necesitaba tomar en ese momento.
Hay una película de John Boorman titulada Excalibur que es, sin duda, una de las más interesantes adaptaciones de los mitos artúricos que se han hecho. En un cierto momento Perceval consigue el Grial y se lo lleva a Arturo. El rey bebe de la copa y en ese momento mira a su alrededor como si no reconociera el lugar en el que está. Luego dice:
—Desconocía el vacío de mi existencia hasta que lo he llenado.
Esas palabras describen a la perfección mi estado de ánimo en aquel momento. No tengo forma de saber si, en el sentido clínico del término, estaba en medio de una depresión cuando me despidieron, pero creo que es así y que el motivo tras la depresión era la profunda insatisfacción hacia la vida que estaba llevando. Descubrir de pronto que había otras alternativas, que había un camino distinto y que podía emprenderlo fue… bueno, ya lo dijo Arturo mejor que yo, así que para qué repetirlo.
No tenía garantías, claro. Nunca se tienen, incluso cuando se está seguro de que sí. Pero veía un camino posible que me llevaba a un lugar en el que sí quería estar.
En los siguientes días mi estado de ánimo fue cambiando para mejor cada vez más. No las tenía todas conmigo, por supuesto; el temor seguía ahí: ¿Y si no funcionaba? ¿Y si salía mal? ¿No sería mejor atenerme a lo que ya conocía e intentar buscar trabajo en una empresa de informática?
Lo que descubrí fue que aquellas preguntas ya no tenían poder sobre mí. Podían paralizarme momentáneamente, confundirme unos segundos, provocarme instantes puntuales de ansiedad… pero todo pasaba y la sensación de estar haciendo lo correcto no solo no se desvanecía, sino que se fortalecía.
Como es natural, eché mano de todos mis contactos y conocidos y les expliqué lo que pretendía con la intención de que, si veían alguna posibilidad que pudiese venir bien, me mantuvieran al tanto.
Hice una prueba de traducción para una editorial. Me rechazaron. Fui el primer sorprendido cuando el rechazo no me hizo vacilar ni un instante en mi resolución. No las tenía todas conmigo cuando envié la prueba y me decía una y otra vez que si no me consideraban a la altura iba a tener que replantearme mi decisión. No fue así. Me dolió, por supuesto, pero no tuvo más consecuencias.
Los acontecimientos se concatenan a veces de formas sorprendentes. No había pasado una semana desde mi despido y mi amiga Inmaculada Molina contactaba conmigo y me preguntaba qué me parecía la idea de colaborar con el Instituto Cervantes (concretamente con el Centro Virtual Cervantes) con una pequeña columna dedicada a la ciencia ficción española.
Lo que necesitaban eran textos muy básicos, que sirvieran de introducción al género para aquellos que no lo conociesen y que rondasen las seiscientas palabras. Era perfecto y vino en el momento perfecto. Una colaboración remunerada sobre un tema que conozco bien y acerca del que me encanta hablar. Qué más se podía pedir.
Los meses fueron pasando. Recibí noticias de varias editoriales en el sentido de que, en función de cómo anduviesen las cosas, me tendrían en cuenta de cara a encargarme algún trabajo. No eran las noticias que quería, pero eran las que esperaba; era muy consciente de que me costaría trabajo abrirme camino y que no sería cosa de un día o de dos, sino que llevaría tiempo. En todo caso la puerta no estaba cerrada, lo cual era importante.
Luego, a mediados de mayo, murió mi madre.
No exagero si digo que mi madre ha sido la influencia más importante en mi vida en numerosos sentidos. Hay muchos aspectos de mi personalidad que se los debo a ella y era una persona con la que siempre podía hablar de cualquier cosa de forma tranquila y racional sin importar lo diferentes que fuesen nuestras opiniones sobre un asunto concreto.
Hay mucho que podría decir sobre ella, pero no lo haré. Cualquiera que haya perdido un ser querido puede imaginarse por lo que pasé o por lo que pasaron mi hermana y mi padre. No hace falta añadir más.
Siempre me he preguntado qué habría pasado de haber muerto mi madre unos meses antes, cuando yo aún estaba trabajando de informático, en un estado anímico mucho más vulnerable y frágil. No sé cómo estaría ahora. Sospecho que nada bien.
Al mes siguiente la editorial SAGA Egmont se puso en contacto conmigo. Ya los conocía de antes; gracias a las gestiones de Álex Páez habían adquirido los derechos para audiolibro de mi obra, y eran una de las editoriales con las que había contactado por si necesitaban traductores.
Me dijeron que querían publicar un par de series de relatos de ciencia ficción y que estaban tanteando a distintas personas a ver si les interesaba. Les respondí que por supuesto que me interesaba y quedé a la espera. Supuse que habrían contactado con diversas personas y que lo más probable es que alguno de sus colaboradores habituales acabase haciéndose con del encargo. Pero al menos habían contado conmigo, lo cual era un primer paso importante.
Unos quince días más tarde me escribieron de nuevo. Las series de relatos eran, en realidad, dos sagas de novelas de distintos autores. Me enviaban el primer libro de cada una para que les echase un vistazo, les dijese cuál me interesaba más y les diese un plazo de entrega del libro, en caso de que aceptase el trabajo.
Por un momento me quedé paralizado. Ni en mis más optimistas previsiones había esperado que se me abriese tan pronto una puerta. Soy consciente de que fue pura cuestión de suerte. Desconozco las circunstancias exactas que llevaron a que, en el preciso momento que yo estaba disponible, SAGA necesitase un nuevo traductor y supongo que nunca las conoceré. De todos modos, bienvenidas sean.
Ambas series tenían planteamientos con ciertas similitudes. Las dos eran space operas militares en las que la Tierra luchaba contra alienígenas. Y las dos parecían interesantes.
Al final opté por la saga Expeditionary Force de Craig Alanson, cuya primera novela llevaba por título Columbus Day.
Cuando traducía para mí mismo no me «cronometraba», por así decir, ni calculaba fechas de entrega. Al fin y al cabo, yo mismo era el editor y convencerme de retrasar las cosas si no las tenía a tiempo no era un problema. Algo que en estos momentos no estaba a mi alcance.
Hablé con un par de amigos traductores que me contaron lo que ellos veían como un plazo razonable y una cantidad de trabajo razonable al día. Partí de esa estimación y la inflé un poco para no pillarme los dedos y respondí a la persona de SAGA que había contactado conmigo.
Aceptaron el plazo propuesto y, antes de que me diese cuenta estaba iniciando mi primera traducción para otro editor.
Confieso que lo primero que pasó por mi cabeza no fue «¡Qué bien, y mucho antes de lo esperaba!» sino «Joder, mamá no está aquí para verlo». Una chorrada, ya lo sé, pero supongo que es un pensamiento inevitable. Cuando en su momento le conté lo que pensaba hacer, reaccionó con dudas. Me apoyó, por supuesto, pero era fácil percibir que no veía las cosas claras y que no estaba nada segura de que las cosas salieran bien. Sé que, de haber estado viva, habría recibido la noticia de esta primera traducción con auténtica alegría y habría contribuido mucho a tranquilizarla.
Pero como es notorio y palmario al universo le importa una mierda lo que nos venga mejor.
En todo caso, este ha sido el resumen de lo que llevamos de 2021 para mí, sin duda un año raro en numerosos aspectos, muy malo en algunos, sorprendentemente bueno en otros. Y lo más gracioso es que mi despido está en el lado de los acontecimientos buenos.
¿Qué me depara el futuro? Ni idea, pero encaro esa incertidumbre con buen ánimo y ganas de currar en algo que de verdad me satisface. Hace dos días entregué a mi editora mi primera traducción y en unas semanas empezaré con la segunda.
A partir de ahí, ya veremos…